martes, 15 de febrero de 2011

PREGÓN DE LAS FIESTAS DE SAN GINÉS, PATRÓN DE ARRECIFE, DE 1999


 
Por Agustín Pallarés Padilla.

Amigos conciudadanos: En primer lugar mi agradecimiento más sincero a la corporación municipal de esta ciudad de Arrecife, muy en particular a su Alcaldesa-Presidenta, por la distinción de que me han hecho objeto al designarme para protagonizar un acto tan entrañable como es este de dar el pregón de sus fiestas patronales de San Ginés en este año 1999.
Sabido es que Arrecife, como centro urbano de cierta entidad demográfica, nació a finales del siglo XVIII. No en vano hemos conmemorado el año pasado su erección como municipio autónomo, condición subsiguiente a la creación de parroquia que se había logrado unos meses antes.
Fue Arrecife, en palabras de Agustín de la Hoz, con cuyo nombre se honra la institución de la Casa de la Cultura y el edificio que la alberga, en el que ahora nos encontramos, “puerto primero, y después ciudad”. Pero yo, retrotrayéndome mucho más atrás en el tiempo y refiriéndome ahora al topónimo en su desnudez topográfica y máxima amplitud territorial, diría que Arrecife debió ser en su conjunto de islotes y remansadas calas y bahías lugar codiciado por nuestros ancestros los majos como reportador de sabrosos pescados y mariscos con que subvenir a sus necesidades alimentarias.
Y no es que fueran los indígenas, en sentido estricto, gente de mar, ni lo habían sido nunca dada su procedencia norteafricana intracontinental. Pero la necesidad, aguzando su ingenio, los había puesto en posesión de eficaces métodos con que apresar los esquivos peces. Y para ese fin se prestaban a las mil maravillas los múltiples entrantes y recovecos costeros de fondos someros que tanto abundan en esta zona litoral de la isla. En esas rinconadas los acorralaban usando de expeditivos recursos que les permitían atrapar la presa simplemente con las manos luego de haberla aturdido a palos o inficionando las aguas remanentes con el látex de la higuerilla o tabaiba amarga. Todavía a mediados del siglo pasado, según nos hace saber el impagable fedatario de la historia isleña Agustín Álvarez Rijo, el Charco de San Ginés se hallaba atravesado por una pared de piedra seca por encima de la cual pasaban los peces cuando subía la marea quedando luego cogidos dentro del cerco así formado al descender el nivel de las aguas entretenidos con el engodo que se les echaba exprofeso.
Al socaire de lo que para aquellas parcas gentes constituía una sustanciosa industria pesquera y recolectora de varios productos del mar, fueron surgiendo aquí y allá, a la vera de su luminosa marina, algunos humildes habitáculos en que poder resguardarse de la intemperie cuando las exigencias del momento lo requerían, consistentes en unas típicas chozas de bien urdidas paredes de piedra seca y figura rotunda que los colonizadores españoles dieron en llamar ‘casillas’ o ‘casas hondas’ según que su estructura fuera aérea o se hallaran más o menos enterradas en el suelo.
En este estado de plácida elementalidad en que los majos vivían en Titerogaca, su pequeña patria circundada por las olas, perdida en la inmensidad del océano, debieron usufructuar aquellas gentes de alma sencilla, durante largas centurias, la Elguinaguaria aborigen o ‘lugar de los islotes’, esta privilegiada y pintoresca parcela litoral, entonces en estado virginal puro, que con el tiempo ha llegado a ser denominada en conjunto, Arrecife.
Pero es inexorable ley de vida que todo estado de felicidad y sosiego ha de llegar con el tiempo a su fin, y el que disfrutaba la humilde y confiada sociedad titerogaqueña no podía ser una excepción. Aquella inalterada cuotidianeidad que presidía la vida de los isleños, totalmente ajenos a malévolas ingerencias de seres humanos de allende los mares, comenzó a resquebrajarse. Y así fue que un aciago día la isla se vio inopinadamente conmocionada con la presencia en sus playas de una ‘casa flotante’, un enorme artilugio que impulsado por unas grandes alas gozaba de la prodigiosa facultad de caminar sobre las aguas del mar. De sus entrañas salieron sigilosos hombres embutidos en complicados tamarcos, que mostraban fingida cordialidad en sus rostros, pero que escondían la perfidia en sus corazones.
Estas primeras arribadas de naves extranjeras fueron protagonizadas por marinos genoveses. Era por entonces que la pujante república mediterránea se encontraba en pleno apogeo talasocrático, llena de ardores expansionistas marítimos. Y si bien parece ser que sus propósitos hacia los habitantes de las míticas Afortunadas que acababan de ser redescubiertas se redujeron en un principio a establecer con ellos una sana y provechosa actividad comercial, no tardarían mucho tiempo en quebrantar esta conducta pacifista cometiendo actos abusivos de la más ignominiosa naturaleza con los confiados indígenas.
De entre estos pioneros de la exploración atlántica destaca con mucho sobre cualquier otro navegante de la época, por su implicación con nuestra isla, el varazzino Lanzaroto Malocello, a quien le cupo el honor de infundirle su nombre como consecuencia de haberse establecido en ella permaneciendo aquí la mayor parte del primer tercio del siglo XIV.
Por lo que puede entreverse de confusos textos antiguos, parece ser que su intromisión en Titerogaca debió exceder con creces los límites admisibles de un inocuo intercambio de mercancías con los nativos, pues según los referidos documentos Lanzaroto llegó a erigirse, por la imposición de la fuerza, en dueño y señor de la isla, si bien los soliviantados majos lograron en última instancia zafarse de su opresor dominio expulsándolo de la isla según unos o dándole muerte según otros.
Es prácticamente seguro que la mayor parte de estas naves realizaron sus operaciones de desembarco por estas ensenadas de Arrecife, pues no sólo que las mismas ofrecían ventajosas condiciones de operatividad para las embarcaciones de la época, sino que gozaban además de la favorable circunstancia de ser el lugar de la costa más próximo a los centros de población aborígenes más importantes, como eran La Gran Aldea, que según se deduce de su nombre debió ser la localidad de mayor concentración de habitantes de la isla; el Palacio de Zonzamas, residencia del reyezuelo insular, y el poblado de Ajey, que por la perdurable huella dejada en la memoria popular debió gozar también de cierta importancia demográfica. Y en cuanto al caso concreto de Lanzaroto Malocello respecta, con mayor razón aún, ya que según todos los indicios, el castillo o casa-fuerte que hizo construir en la isla se encontraba en el lugar de La Torre, al pie del volcán Guanapay, teniendo también, por tanto, a Arrecife como puerto más cercano.
Un aspecto interesante a considerar es la posibilidad de que de la estancia de este marino genovés en Lanzarote surgiera el germen que habría de dar más tarde nacimiento al nombre de nuestra capital. El razonamiento en apoyo de esta tesis es el siguiente: de acuerdo a los estudios etimológicos más autorizados sobre el vocablo ‘arrecife’ resulta que si bien el mismo se incorporó al castellano procedente del árabe por la penúltima década del siglo XIII, sólo lo hizo entonces con el significado de ‘calzada’ o ‘camino empedrado’, no siendo hasta finales del siglo XV cuando tomó el de ‘escollo’ o ‘bajo de rocas a flor de agua’, vigente aún en la actualidad. Como, de otra parte, se sabe que el topónimo Arrecife que dio nombre a nuestra ciudad ya existía desde por lo menos finales del siglo XIV, según se acredita en Le Canarien o crónica de la conquista de la isla por los franceses, parece lo más procedente asignarle al mismo un origen extraíble de la primera de las acepciones, ya que era, como se ha dicho, la única en uso entonces y lo siguió siendo, al menos que se sepa, durante un siglo largo más. Y es aquí donde pudiera tener cabida, según insinuaba anteriormente, la posibilidad de que el susodicho camino, empedrado al menos en algunos de sus tramos, fuera hecho construir por Lanzaroto con la finalidad de facilitar el acceso a su casa-fuerte desde el mismo puerto, el cual, en razón de poseer este supuesto camino empedrado terminaría con el tiempo por ser llamado el Puerto del Arrecife por los españoles que llegaron a conocerlo. Se da la llamativa circunstancia de que nuestra flamante calle de León y Castillo constituyó en origen el inicio del camino real que desde la misma orilla del mar, en el seno del puerto, conducía hacia el interior de la isla en dirección a Teguise, por cuyo motivo es hoy más conocida como Calle Real. Y, detalle revelador, desde antes de colocársele los viejos adoquines que fueron sustituidos recientemente por otros nuevos, la Calle Real ya había sido empedrada. Este nombre ‘arrecife’, aplicado originariamente al camino empedrado, llegaría a expandirse espacialmente con el tiempo hasta cubrir una superficie equivalente, más o menos, al solar que ocupaba al principio de este siglo el casco de la ciudad. Así se ve definido y delimitado lo que en tiempos del ingeniero italiano Leonardo Torriani se entendía por El Arrecife según se deduce de la lectura del capítulo de su obra Descripción de las Islas Canarias que él intitula “Sobre construir la Villa encima del Arrecife” –atención a ese adverbio ‘encima’ por lo que de determinante en la localización del topónimo significa–, complementando este texto con el plano explicativo que lo acompaña en que se aprecian con toda claridad los límites que lo encerraban.
Y metidos en el campo de la toponimia que, como saben los que se han preocupado de seguir mis intervenciones en publicaciones impresas y otros medios de difusión, es tema de mi predilección, no estaría de más, para completar este pregón, hacer un comentario a grandes rasgos, pues la ocasión no da para mucho más, de al menos algunos de los subtopónimos más importantes que se hallan incluidos en el ámbito territorial de este mayor de Arrecife que comprende a nuestra ciudad capital y sus aledaños.
Como breve introducción al tema permítaseme decir, recurriendo al símil metafórico, que los topónimos son en muchos casos, como jirones que la historia va dejando prendidos en su azaroso y continuado discurrir en los distintos accidentes topográficos que conforman el solar de una comarca o país. Es cierto que las más de las veces el largo tiempo transcurrido los ha desfigurado en tal grado, tanto morfológica como fonéticamente, o los ha desligado de tal manera del contexto histórico en que fueron creados que apenas es posible discernir al presente el tanto de historicidad que en su día pudieron contener. Mas en cualquier caso, lo que nunca debiéramos olvidar es que, siquiera sea por ese halo de vetustez que los rodea, los topónimos se hacen acreedores al máximo respeto en su integridad onomástica y conservación.
Vamos a comentar, pues, en forma muy sucinta como dije antes, algunos de los topónimos litorales arrecifeños haciendo el recorrido de norte a sur.
El Puerto de Naos es el mayor y más resguardado de todos los de esta parte de la isla. Se le llama vulgarmente, en versión popular reducida, Puerto Naos, e incluso Porto Naos, al estilo portugués, por los pescadores más baquianos. No hay que olvidar la gran incidencia que la lengua peninsular hermana tuvo en siglos pasados en nuestra habla popular. Debido a su mayor calado era utilizado preferentemente por las naos o buques de mayor porte, de donde el nombre.
Se halla cerrado de la parte del mar o naciente por el Islote de las Cruces, así nombrado, según Álvarez Rijo, “por algunas que dejaron allí los navegantes al carenar sus naves”, y del lado sur por el Islote del Francés, nombre que en opinión del mismo autor “se originaría de la permanencia o barraca que haría en él Santaella al equipar su bajel”, personaje este que a pesar de sus apellidos españoles se ha tenido siempre como oriundo de Francia. Sin embargo, en opinión de Agustín de la Hoz, de quien deriva el nombre es de un tal Juan Mantel, apodado ‘el francés’ por su origen galo, quien llevó a cabo diferentes transacciones y negocios en la isla, entre ellos el de tomar en arriendo este mismo islote.
Por tierra de esta isleta, metiéndose tierra adentro a modo de albufera, se localiza el seno marino, pulmón mareal de la ciudad, del Charco de San Ginés. Buena parte de la expansión urbana de Arrecife se ha logrado a costa de invadir su perímetro. Sobre terrenos usurpados al mismo se han construido viviendas, almacenes y otros edificios hasta el punto de llegar a conformar con ellos alguna que otra calle, con lo que sus primitivas dimensiones se han visto sensiblemente reducidas.
Ha sido el Charco de San Ginés crisol en que se han fundido los ingredientes que han terminado por constituir algunos de los pilares más firmes en que se sustenta la historia de Arrecife. Y como ejemplo más oportuno a resaltar en esta ocasión está el relativo al acontecer religioso de la ciudad personificado en su templo matriz, sede de su patrono San Ginés que preside las fiestas que estamos celebrando. Pues fue, según pía tradición, en sus orillas donde apareció un día un cuadro de este santo, acontecimiento que dio lugar a la construcción en su honor de una humilde ermita que trasladada luego de emplazamiento evolucionó hasta el actual templo de San Ginés.
Entre el Islote del Francés, el mayor de cuantos orlan el litoral arrecifeño, y el del Castillo de San Gabriel, se abre la espaciosa ensenada de someras aguas llamada de Juan Rejón. Debe su nombre a aquel violento percance ocurrido en sus riberas entre el general de las fuerzas de ocupación de Gran Canaria de este nombre y el señor de Lanzarote Diego de Herrera, a consecuencia del cual se produjeron un muerto y dos heridos por una bala de cañón disparada desde el barco de Rejón.
El Islote del Castillo o de San Gabriel ha dejado honda impronta histórica en la isla por la fortaleza en él construida que le da nombre. Se remonta su edificación, en su primera fase, a la década de los setenta del siglo XVI. Destruida poco después, concretamente en 1586, por el pirata argelino Morato Arráez, permaneció desmantelada, en estado ruinoso, hasta bien avanzado el siglo siguiente en que fue reconstruida y puesta de nuevo en servicio, siendo sometida en posteriores ocasiones a diversas obras de ampliación y mejoras.
Este islote se halla precedido del lado de tierra por el islotillo del Puente de las Bolas, obra cuya ejecución se llevó a cabo en el siglo XVIII, poco antes que el castillo de San José, terminado, como se sabe, en 1779. Del lado opuesto o del mar lo desbordan los arrecifes de Las Aves, sobre el cual se apoya en parte la carretera que une con tierra al Muelle Comercial, y el de Miendambrazo, que termina en la Punta de la Lagarta, el extremo de tierra más saliente de todo este sector costero.
A sotavento de ellos se abre la bahía llamada propiamente de Arrecife, la cual constituyó antaño el célebre puerto de este nombre, desde antes incluso de ser conquistada la isla como ya he expuesto. Se encuentra protegida esta amplia rada de los temidos vientos majoreros por el Islote del Quebrado, cuyo nombre obedece al hecho de estar partido o dividido en dos, luego llamado de Fermina y ahora del Amor.
La dársena del viejo Puerto del Arrecife, donde se hacían las operaciones de embarque y desembarque, se localizaba por tierra del islotito del actual Puente de las Bolas, en torno a la estructura del camino o adarve que unía a dicho islote con tierra firme, en el cual se abría un rudimentario puente de un solo ojo con unos tablones desmontables sobrepuestos.
Finalmente, en el extremo sur de la línea litoral que estamos comentando, protegido todavía en parte por la porción más baja del Islote del Quebrado, nos encontramos con El Reducto, con su remozada playa de doradas arenas. El nombre de este trecho de costa le viene de un baluarte de los así llamados que se levantó en él hace tiempo. El repetido historiador Álvarez Rijo, lamentándose de la insuficiencia en fortificaciones de que adolecía la ciudad a principios del siglo XIX, nos dice al respecto: “En parte tan importante sólo había un paredón seco llamado El Reduto, donde iban algunos soldados de guardia si se tenía sospecha de cualquier intentona”. Obsérvese que Álvarez Rijo escribe ‘Reduto’, al estilo portugués, que sería la forma popular del nombre entonces. Si no es que se dejó llevar por el tanto de educación lingüística que de seguro tuvo en este idioma. No hay que olvidar que su padre, uno de los alcaldes de más grata memoria que ha tenido Arrecife, era natural de aquella nación ibérica.
Digamos para terminar, amables convecinos, que Arrecife ha sido tradicionalmente, en la más pura esencia del carácter de sus gentes, una ciudad hospitalaria y acogedora, que ha recibido siempre con vocación de confraternidad, sin reservas ni suspicacias excluyentes por razón de credo, raza o posición social, a cuantos un día, por una u otra causa, decidieron rendir la última singladura de un viaje de buena voluntad en estas lejanas playas. Sigamos siendo fieles a esta consigna de concordia y amistad que tanto nos honra y recibamos con los brazos abiertos a cuantos nos visiten con el sano deseo de disfrutar de los atractivos de nuestras fiestas patronales, y todos al unísono gocemos de ellas en paz y armonía.

1 comentario:

  1. Hola,Augustin
    me alegro mucho de tu Blog y te pido de escribir un poco mas sobre Lanzarotto Malocello.
    Saludos Cordiales
    ALFONSO LICATA - Roma

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