Por Agustín Pallarés Padilla.
(En la obra HISTORIA GENERAL DE LAS ISLAS CANARIAS de Agustín Millares Torres, edición de 1977, tomo II, págs 17-21).
Uno de los capítulos de la historia canaria más controvertidos por la crítica moderna debido a la confusa descripción que originalmente se hace del acontecimiento que trata y de sus derivaciones es el que relata el episodio que protagonizó en la isla de Lanzarote, allá por las postrimerías de la década de los setenta del siglo XIV, el caballero vizcaíno Martín Ruiz de Avendaño.
Nos lo da a conocer en primicia histórica en su única obra conocida Conquista de las siete islas de Canaria, sin consignar la fuente de donde lo bebiera, el religioso franciscano andaluz radicado en nuestras islas, patriarca venerable de los fastos isleños, fray Juan de Abreu Galindo, habiéndolo tomado luego de él, directa o indirectamente, los demás escritores que lo registran.
Precisamente se encuentra Agustín Millares Torres entre los historiadores clásicos de las Canarias que más sucintamente tocan el tema, por lo que vamos a tratar de complementar esta deficitaria parcela de su obra aportando los datos que con posterioridad ha sido posible exhumar de los archivos y demás fuentes de información.
Veamos a continuación, expuesto no sólo en su tema central o parte realmente referida a la estancia del marino cristiano en la isla, sino también en los párrafos anejos relacionados con su idílica aventura, lo que el inceptor de la noticia nos dice al respecto.
“Dícese que cuando el capitán Juan de Betancur y Gadifer de la Sala vinieron en demanda de estas islas era rey de la isla de Lanzarote, o señor, un natural de ella que se decía Guadarfia, que decían ser hijo de un capitán cristiano que con temporal aportó a esta isla de Lanzarote; la cual historia pasa de esta manera:
“Reinando en Castilla el rey don Juan el primero, hijo del rey don Enrique II, trayendo guerra con el rey de Portugal y el duque de Alencastre de Inglaterra sobre el señorío de Castilla, que decía el duque de Alencastre pertenecerle por estar casado con doña Constanza, hija mayor del rey don Pedro, hizo el rey don Juan una armada por la mar, de ciertos navíos, y puso por capitán de ellos a un caballero vizcaíno que se decía Martín Ruiz de Avendaño; el cual corría toda la costa de Vizcaya y Galicia y Inglaterra, que sería año de mil y trescientos y setenta y siete, poco más o menos. El cual, navegando le dio temporal que los hizo arribar a Lanzarote, y tomó puerto. Y salió el capitán y gente en tierra, y los isleños lo recibieron de paz y le dieron refrescos de lo que en la tierra había de carne y leche y queso, para refresco de su armada; y fue aposentado en la casa del rey, que se decía Zonzamas.
“Tenía este rey una mujer llamada Fayna, en quien hubo Martín Ruiz de Avendaño una hija, que llamaron Ico, en este acogimiento y hospedaje; la cual Ico fue muy hermosa y blanca: siendo todas las demás isleñas morenas, ella sola había salido muy blanca. Esta Ico casó con Guanarame, rey que fue de aquella isla por muerte de un hermano suyo llamado Tinguanfaya, que fue el que prendió el armada de Hernán Peraza. Tuvo Guanarame en Ico a Guardafia.
“Muerto Guanarame hubo discusiones entre los naturales isleños diciendo que Ico no era noble Gayre, por ser hija de extranjero y no de Zonzamas. Sobre esto entraron en consulta, que Ico entrase con tres criadas suyas villanas en la casa del rey Zonzamas, y que a todas cuatro se les diese humo; y que si Ico era noble no moriría; y si extranjera, sí.
“Había en Lanzarote una vieja, la cual aconsejó a Ico que llevase una esponja mojada en agua, escondida; y cuando diesen humo se la pusiese en la boca y respirase en ella. Hízolo así; y dándoles humo en un aposento encerradas, valiose Ico de la esponja, y halláronla viva, y a las tres villanas ahogadas. Sacaron a Ico con gran honra y contento, y alzaron por rey a Guadarfia; y este fue el que halló Juan de Betancur al tiempo de la primera venida a esta isla”.
Como puede advertirse tras la atenta lectura del texto que acabamos de transcribir, es notoria la incoherencia y considerable la serie de flagrantes contradicciones que en él se encuentran, caótica situación que se da no solamente en su propio contenido aisladamente considerado, sino que trasciende incluso a otros párrafos y pasajes conexos de la obra.
Para que el lector pueda comprobar expeditivamente lo que decimos, le facilitamos a continuación, siguiendo el mismo orden en que fueron vertidos, una concisa relación de cuantos hierros e inexactitudes han podido detectarse en el escrito.
Son estos:
Proclamar inicialmente de forma expresa que Guardafía fuera “hijo de un capitán cristiano” para contradecirse abiertamente algunos renglones después declarando implícitamente que sólo era nieto suyo.
Incurrir en el anacronismo de considerar al año 1377 como correspondiente al reinado de Juan I de Castilla, siendo así que este monarca no accedió al trono sino dos años más tarde.
Manifestar en primera instancia que Guanarame hubiera casado con Ico, para convertirlo en otro capítulo en marido de Tinguafaya.
Haber presentado a este último personaje en un principio como hermano de Guanarame para desdecirse en otro lugar de la obra, cambiándolo de sexo, para hacerlo ahora su esposa.
Y pretender, en fin, que Ico, nacida con toda probabilidad en 1378, pudiera ser madre de Guardafía, quien en 1402, a la llegada a la isla de los franceses comandados por Gadifer de la Salle y Juan de Béthencourt, se encontraba ya bien adentrado en la edad adulta, según se desprende con toda evidencia de la crónica de la conquista.
Muy cuestionable resulta también la aserción de la insólita blancura atribuida a la princesa Ico en contraposición con un marcado color moreno en el resto de la población femenina de la isla, por hallarse tal contingencia en manifiesta discrepancia con las conclusiones científicas alcanzadas con respecto a las características físicas de los primitivos isleños por antropólogos de tanta solvencia como el profesor Fusté Ara y la doctora Schwidetzky con estudios que abarcan, inclusive, a la población actual de sustrato considerada de ascendencia aborigen; conclusiones, por otra parte, que vienen corroboradas por el testimonio personal y directo de los cronistas franceses del Canarien, quienes conocieron ‘de visu’ a los indígenas lanzaroteños y nos aseguran textualmente de los niños que al nacer “son blancos como los nuestros”, oscureciéndoseles luego la piel a causa de la frecuente exposición solar a que se hallan sometidos.
Quizás fuera más procedente explicar este exclusivismo de coloración morena en la población insular señalado por Abreu Galindo (o más probablemente por su nefasto interpolador), circunscribiendo el fenómeno a los límites más estrechos de la esfera familiar, cosa que cae con mayores probabilidades dentro del ámbito de lo verosímil, y que habría sido de igual modo motivo suficiente para provocar el recelo de bastardía que tal circunstancia despertó.
Causa particular estupefacción, sobre todo, el dilemático extremo, de todo punto irreconciliable con los datos circunstanciales, de la doble paternidad asignada a Guardafía, pues no se concibe cómo pudo incurrirse en tamaño despropósito sin advertir la absurdidad de su enunciado. Tal vez algunos lleguen a pensar de primer intento que cabría justificar semejante dislate mediante el simple recurso de aplicar a la palabra ‘hijo’, que al principio literalmente se emplea, el traslaticio y más lato sentido de ‘nieto’ que luego se le atribuye. Pero es el caso que ni aún en esta más amplia y flexible acepción podría tomarse propiamente el referido vocablo, ya que si nos atenemos estrictamente a la exposición de los hechos que presenta Abreu Galindo, inmediatamente se echará de ver, tal como ya hemos apuntado, la imposibilidad cronológica de situar en tan apretado periodo de tiempo la serie de acaecimientos que el autor pretende, de forma tal que permitiera producirse el nacimiento de Ico en 1378 y que ésta, ya en 1402, a la temprana edad de veinticuatro años, pudiera ser madre de un hijo perfectamente adulto, hombre casado y experimentado en luchas y escaramuzas guerreras, pues al decir del Canarien, cuando narra el lance en que Guardafía se libra de sus captores valiéndose exclusivamente de su fuerza muscular, el rey, “come homme hardí, fort et puissant”, rompió en un instante las ligaduras que lo sujetaban y se zafó a puñetazos de tres hombres que lo custodiaban, siendo aquella la sexta vez nada menos que lograba escapar de las manos de los cristianos.
Este carácter incoherente y enrevesado del texto que comentamos ha llegado a dar pie a algunos destacados historiógrafos para adscribir al episodio una naturaleza totalmente apócrifa, sin preocuparse de efectuar las pertinentes indagaciones que pudieran esclarecer debidamente los hechos.
Afortunadamente no todos los investigadores han actuado de forma tan negativa, y es así cómo hemos tenido la fortuna de que uno de los más eruditos y competentes tratadistas de nuestro pasado histórico, el catedrático de la Universidad de La Laguna don Juan Álvarez Delgado, se haya aplicado a la tarea de rescatar tan interesante página de la protohistoria canaria de la postergación y descrédito a que inmerecidamente había sido relegada.
Los resultados obtenidos por el ilustre profesor tras un concienzudo estudio del tema fueron publicados en un precioso opúsculo titulado Episodio de Avendaño, aurora histórica de Lanzarote (Discurso inaugural del año académico 1957-1958. La Laguna, 1957, pág. 71), obra insuperable en el tratamiento de la cuestión por la exhaustiva recopilación de material documental acopiado, su perfección expositiva y la ingeniosa interpretación que de los puntos más conjeturales y conflictivos presenta.
Corresponde, por tanto, al señor Álvarez Delgado el honroso mérito de haber demostrado de forma irrefutable la veracidad fundamental del debatido episodio mediante la presentación de las convenientes pruebas que así lo atestiguan. Tal, por ejemplo. la identificación con todo lujo de detalles del forastero protagonista del suceso, el capitán de Naos vizcaíno Martín Ruiz de Avendaño, así como las circunstancias propiciatorias de su accidental arribada a la isla, ya que le ha sido posible confirmar, en consonancia con lo que en esencia se dice en el texto galindiano, cómo precisamente en 1377, en el mes de noviembre, se abatió sobre la zona del Atlántico, donde de acuerdo a Abreu Galindo operaba Ruiz de Avendaño en su misión de vigilancia, una terrible tempestad memorable en los anales navales europeos, que muy bien pudo haber sido la causante del arribo forzoso del velero a las playas de la secular y enigmática Titerogaca, tras haberlo desarbolado y dejarlo a merced del empuje de los alisios.
Por otro lado, puede asimismo darse como cierta la existencia real del régulo lanzaroteño Zonzamas con sólo invocar el argumento de la perduración de su nombre en la toponimia isleña y, por supuesto, también la de Guardafía, atestiguada por una prolija serie de concluyentes testimonios históricos que por harto contundentes no vale la pena repetirlos ahora aquí.
Del resto de los personajes, en cambio, si acaso con la salvedad de Ico, de la que parece registrarse un vago eco en los versos del infatigable viajero Vasco Díaz Tanco de Fregenal, no se poseen ciertamente otras referencias que las que el padre Abreu Galindo nos suministra en su libro, y a ellas, por consiguiente, hemos de atenernos a pesar de las ostensibles deficiencias de que la obra adolece en este tema.
Pasando al aspecto exegético del problema ha de resaltarse en primer término la absoluta imposibilidad de aceptar el relato galindiano al pie de la letra a causa de esa manifiesta incompatibilidad que existe entre algunos de sus párrafos integrantes. Ahora bien, tomando el deficiente material documental de que se dispone como única base de especulación sobre la que sentar conclusiones, parece que deba prevalecer sobre todas las interpretaciones posibles, por sus mayores visos de verosimilitud, y tal como el señor Álvarez Delgado preconiza, la tradicionalmente aceptada por los historiadores clásicos sin mayores reparos en cuanto a su primera parte se refiere, es decir, suponer a Ico, siguiendo a Abreu Galindo, si ello fue así, como fruto de los amores habidos entre Martín Ruiz de Avendaño y la reina Faina, pero por supuesto privándola, vista la imposibilidad cronológica que ello entraña, de la parte correspondiente a la presunta maternidad de Ico sobre Guardafía.
Planteada así la cuestión, restaría sólo por dilucidar el puesto y el papel que corresponde jugar a Guardafía en la trama del episodio. El profesor Álvarez Delgado explica la equívoca situación de este personaje diciendo que, a su juicio, Guardafía debió ser hermano mayor uterino de Ico, ya que ambos habrían tenido a Faina como madre común, pero distinto padre, pues en tanto que Ico sería hija del vizcaíno, Guardafía lo habría sido de Zonzamas, fundamentando y justificando luego por extensión y analogía en este parentesco de semifraternidad materna la razón de la prueba del humo sufrida por la princesa con el fin de elucidar el estigma de extranjerismo que pesaba sobre su hermano.
Preciso es reconocer, en honor a la justicia, que esta interpretación de los acontecimientos resulta interesantísima y muy inteligente por dejar perfectamente aclarada toda la embrollada urdimbre del episodio con sólo suprimir del texto de Abreu Galindo, tal como el señor Álvarez Delgado propugna, por existir, en efecto, sobrados motivos para suponerlo una burda interpolación, el discordante párrafo donde se aserta el casamiento entre Guanarame e Ico y consiguiente nacimiento de Guardafía de este matrimonio.
Y es desde luego muy probable, a pesar de no hallarse Guardafía unido al advenedizo europeo por ningún vínculo de sangre, que todo aconteciera tal y como se pretende; no se conoce ciertamente la normativa por la que los indígenas se regían en casos similares, siendo, pues, posible que bastara aquel indirecto y sutil nexo familiar para implicar a Guardafía en el cargo de xenogenia que se le imputaba.
Sin embargo, aún contemporizando con estos razonamientos o juicios atenuantes, es cabalmente ese crítico punto de la total desconexión consanguínea entre Ruiz de Avendaño y Guardafía lo que no nos permite ver con claridad el tanto de culpa en concepto de bastardía que pudiera recaer de rechazo en el segundo de los personajes de parte de su hermana menor uterina, la única y genuina bastarda, alzándose irremisiblemente nuestras dudas por más que nos esforcemos en adoptar una actitud acomodaticia respecto a la mentalidad y reacciones de los aborígenes ante semejante situación, y a sabiendas, por añadidura, de que privando al casi perfecto edificio argumentativo de ese imprescindible puntal, el mismo habría de desmoronarse por completo.
¿No será, acaso, que la presunta interpolación del polémico pasaje fuera en realidad mucho más extensa de lo que se cree y haya que entender la incriminación popular de “hijo de un capitán cristiano” que pesaba sobre Guardafía en su sentido recto y literal, por haber sido con la princesa Ico, hija de los soberanos de Lanzarote Zonzamas y Faina, y no con esta última, con quien el forastero mantuvo relaciones amorosas engendrando en ella a Guardafía? ¿La desaparición de esta pareja real poco después de estas fechas no podría interpretarse como indicio de su edad avanzada?
Y es que además, aparte de que nada se dice en las crónicas antiguas de que en esta isla se practicara la hospitalidad de lecho, se nos antoja remota y hasta irreverente, por muy humilde y primitiva que fuera su condición regia, la posibilidad de que la reina consorte se prestara espontáneamente a aquellos frívolos amoríos, y muchísimo menos con consenso marital. Ni tampoco creemos que la soberana gozara de la prerrogativa común a la mujer plebeya lanzaroteño de ejercer la poliandria, puesto que así lo dicta la más elemental dignidad real masculina y porque nada de esto figura consignado en los documentos antiguos; antes al contrario, por lo que sabemos de las costumbres imperantes en otras islas del archipiélago, era el rey y no la reina, como era lógico esperarlo, quien disfrutaba de ciertos privilegios sexuales, tal como, por ejemplo, el derecho de prelibación sobre las recién casadas.
En fin, que al igual que ocurre con otros acontecimiento ocurridos en los albores de nuestra historia, también con este hemos de concluir en cábalas y suposiciones, dado que la serie de contradicciones que el texto contiene no permite en modo alguno una racional coordinación de sus diversas secuencias.
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