Por Agustín Pallarés Padilla
LANCELOT, 7-IX-1985)
Lanzarote, llamada por antonomasia ‘la isla de los volcanes’, constituye en conjunto un fabuloso museo vulcanológico en el que pueden admirarse toda una infinita gama de estructuras y formaciones de las más variadas hechuras y colores en esta rama de la geología. Su suelo está salpicado de múltiples conos volcánicos en cuyas cimas, cuando no en los flancos, se abren los cavernosos cráteres, sobrepasando su número largamente el centenar sin contar los secundarios o adventicios.
En los macizos precuaternarios de Famara al norte y Los Ajaches al sur, las partes más antiguas de la isla, puede observarse perfectamente la disposición estratificada, sensiblemente horizontal, de sus edificios, correspondiendo cada una de estas capas o estratos a sendas emisiones magmáticas muy fluidas. A veces no es raro ver, aprisionadas entre dos de estas capas de lava petrificada, en los perfiles de los acantilados, otras constituidas por almagre o tierra rojiza, resultado de una masa de polvo residual recocido por el intenso calor de la colada incandescente que en su momento la recubrió.
Característicos también del Terciario Lanzaroteño son los diques basálticos, que a modo de largas murallas derruidas sobresalen del terreno encajante. Son, por así decirlo, raíces profundas de los conductos que en forma de grieta sirvieron de salida al magma procedente del manto, expuestas al exterior a causa de la profunda denudación sufrida por estos edificios volcánicos a través de largos milenios. De igual naturaleza y parecida génesis son los pitones, mucho más raros, consistentes en grandes tapones de lava que no llegó a salir y quedó obturando los últimos tramos de la chimenea volcánica al solidificarse.
Los túneles o tubos volcánicos, tan abundantes y característicos de nuestra geología insular, son tal como su nombre indica grutas de forma tubular que alcanzan a veces considerable longitud. El de Los Jameos, en el Malpaís de la Corona, en el norte de la isla, tiene fama de ser una de las mayores grutas volcánicas del mundo, pues a sus seis kilómetros largos que recorre en tierra firme hay que añadir la porción de más de kilómetro y medio que se ha reconocido bajo el agua del mar, lo que le ha supuesto el récord mundial de exploración en cueva submarina.
La formación de estos tubos volcánicos ha sido consecuencia del flujo de una corriente de lava sumamente caliente y fluida sobre espesas coladas aún pastosas a las que llegó a fundir de nuevo abriendo en ellas un profundo cauce. Al enfriarse y solidificarse la capa superior de la corriente por la exposición al aire exterior y una vez cesada la emisión de magma que la produjo, esta especie de río subterráneo de lava líquida se vacía, quedando así constituida la gruta al endurecerse las paredes.
A veces el techo así formado no tiene la suficiente consistencia para soportar su propio peso y se hunde o desploma parcialmente dejando sendas aberturas más o menos circulares u oblongas a manera de grandes socavones en el suelo. Son los típicos “jameos”, nombre que conserva su vigencia en el habla popular desde el tiempo de los aborígenes.
En ocasiones, cuando la actividad volcánica va acompañada de gases sometidos a fuertes presiones, los materiales expulsados, si son muy fluidos, en lugar de salir y discurrir en forma de lava, son proyectados a grandes alturas y luego de disgregarse en el aire caen convertidos en pequeñas partículas que se depositan sobre el terreno, en mayor o menor espesor, cubriendo a veces amplios espacios que confieren al paisaje un aspecto muy peculiar por la suavidad y tersura de su superficie y el color negro o rojizo que los caracteriza. Es lo que en terminología volcanológica se denomina lapilli y en los medios rurales de la isla ‘arena’ o ‘picón’ cuando es más fino o ‘rofe’ caso de presentar una granulación más gruesa.
Con el transcurso del tiempo, varios cientos de miles de años cuando menos, los materiales pétreos producto de las erupciones volcánicas, se van desintegrando bajo el efecto de la meteorización hasta llegar a convertirse en tierra. La acumulación de estas masas pulverulentas residuales forma llanuras de naturaleza arcillosa de color amarillento que con piedras entremezcladas en mayor o menor proporción según la antigüedad del terreno, cubren amplias zonas de la parte central y meridional de la isla sobre todo.
Conocido es el tecnicismo ‘caldera’ que Canarias ha dado a las ciencias geológicas mundiales, nombre que se aplica en nuestras islas a los cráteres por su parecido con el recipiente homónimo, de las que Lanzarote ofrece tan variada muestra.
También en nuestra isla ha surgido otro término que los volcanólogos de todo el mundo han incorporado a su léxico particular, el de ‘malpaís’, si bien aplicándolo erroneamente a los campos lávicos de formación histórica, ya que a éstos los isleños, incurriendo en elemental incorrección lingüística, designan con el nombre de ‘volcán’, en tanto que a éste, al cono volcánico, lo llaman montaña o caldera según que prevalezca el cráter en el conjunto o no. El verdadero ‘malpaís de los campesinos es el terreno consistente en viejas coladas lávicas que se hallan en avanzado estado de degradación por efecto del prolongado paso del tiempo e invadido por considerables aportes de tierra que se ha depositado en los huecos que han quedado entre las piedras, en la que echan raíces matas y arbustos xerófilos de diferentes portes y tamaños.
La zona de la isla más espectacular desde el punto de vista volcanológico es sin duda la correspondiente a su sector SO, que abarca unos 200 Km2 de extensión, cubierta casi en su totalidad por los materiales que brotaron a través de las bocas de emisión que se abrieron durante la gran erupción del siglo XVIII. La mayoría de estas bocas formaron cono de cínder en torno a ellas, algunos de considerable altura e imponente aspecto, cuyos cráteres rojos remedan las fauces distendidas de colosales monstruos. También son dignos de admiración los ‘hornitos’, un término geológico más nacido en nuestra isla, especie de volcancillos en miniatura, ya que apenas presentan una elevación de escasos metros sobre el suelo, los cuales ofrecen la particularidad de que sus cráteres conectan directamente con la chimenea o conducto terminal que se abre a modo de profundo pozo que se hunde en las entrañas de la tierra, sobrecogiendo su vista cuando se intenta mirar el fondo. La formación de estos ‘hornitos’ obedece en muchos casos al escape violento de los gases aprisionados en las corrientes de lava incandescente, pero pueden ser también producto de pequeñas salidas secundarias de la chimenea central de un volcán.
En cuanto a las coladas lávicas, se distinguen por su textura dos clases principales, la ‘escoriácea’, mucho más abundante, constituida en superficie por infinidad de trozos irregulares revueltos de lava petrificada, de las más variadas formas y tamaños, sumamente ásperos y rugosos, que cubren la mayor parte de esta zona, y la ‘cordada’, compacta pero agrietada, de superficies abombadas yuxtapuestas y relieve ligeramente arrugado, semejando un conjunto de gruesos cabos retorcidos, de donde su nombre.
Tanto unas como otras presentan una rica gama cromática en la que predominan los tonos oscuros que van desde el negro hasta el amarillo ocre, pasando por todos los matices intermedios, mezclados a su vez con tonalidades verdosas, grises y rojas, de manera que su conjunto ofrece al sorprendido espectador un cuadro de una belleza única, irrepetible, casi irreal, como si perteneciera a un mundo de otra galaxia.
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