domingo, 27 de febrero de 2011

LEONARDO TORRIANI EN LANZAROTE. SUS APRECIACIONES SOBRE LA ISLA


 
Por Agustín Pallarés Padilla


MAPA DE LANZAROTE POR TORRIANI
(De una charla que di el 7-X-2005 en el Rotary Club de Lanzarote invitado por su dirección).

Leonardo Torriani, ingeniero militar italiano al servicio de la corona de España, era bastante joven aún cuando estuvo en Lanzarote en 1591, pues contaba entonces treinta años de edad.
Fue enviado a Canarias por el monarca Felipe II con la específica misión de llevar a cabo un estudio del estado de las fortificaciones del archipiélago como trámite previo a una ulterior mejora o ampliación de las mismas o a la construcción de otras nuevas si los resultados de sus observaciones así lo aconsejaran.
No se sabe cuánto tiempo permaneció en Lanzarote, si bien parece que no pudo ser mucho, unos meses quizás, o posiblemente sólo algunas semanas.
Existe constancia documental de que abandonó el archipiélago en 1593, de donde pasó a Portugal, anexionada entonces, como es sabido, a España.
Para una mejor y más ordenada exposición de las noticias y apreciaciones que Torriani consignó en su conocida obra Descripción e historia del reino de las Islas Canarias (cito por la edición Goya Ediciones de 1978) creo que lo más procedente es dividir el tema en los siguientes apartados básicos: la isla en sí misma, es decir, sus características físicas y climatológicas; los animales y plantas más notorios que en ella encontró, y el carácter, presencia y costumbres de sus habitantes.
De la isla comienza diciendo: “No tiene grandes montañas, sino que de una extensión casi llana se elevan montículos iguales y cavernosos, con el lomo abierto a manera de vorágine, de donde salen torrentes de piedras quemadas”.
De esta primera parte de la descripción que hace de la isla, un tanto apocalíptica, llama poderosamente la atención el hecho de que la misma parezca un fiel reflejo de lo que puede contemplarse en la actualidad en la zona que quedó devastada por la gran erupción de Timanfaya. Pero, obviamente, el autor se refiere a conos volcánicos mucho más antiguos, de no pocos miles de años de edad la mayoría, de cuyos volcanes no es nada fácil apreciar a simple vista ningún “torrente de piedra quemada” salido de sus entrañas, aunque en la actualidad sepamos mediante los avances logrados en las ciencias geológicas, que considerables extensiones que irradian de esas montañas son en efecto coladas lávicas provenientes de las mismas, muy degradadas por efecto de la prolongada meteorización a que han estado expuestas.
Téngase en cuenta que en tiempos de Torriani los volcanes que en Lanzarote pudieran presentar aspecto de cierta modernidad o recientez eran casi excepciones, y en ningún caso comparables a los de la zona de Timanfaya. Si acaso, aunque situados a bastante distancia cronológica, podrían considerarse en este sentido a los de La Corona y otros de la misma alineación en el norte de la isla y algún otro de lugares más bien apartados, como puedan ser las montañas de Juan Perdomo y de Pedro Perico, situadas por encima de El Golfo, o Montaña Bermeja, próxima a La Santa.
Continúa luego el autor diciendo: “Entre estos montes se hallan campos hermosísimos y muy extensos y llanuras alegres, de gran fertilidad, producidas por las cenizas que antiguamente arrojó el fuego por las vorágines de los montes, las cuales, podridas por la humedad, producen todos los años infinita cantidad de cebada y trigo”.
Causa de nuevo asombro la perspicacia deductiva de Torriani habida cuenta de los escasos conocimientos que entonces se tenían sobre estos fenómenos geológicos, al atribuir una vez más al vulcanismo la formación de las extensas llanuras de tierra, tan distinta esta materia arcillosa de los primitivos productos volcánicos de los que procede por disgregación, pues no se trataba, como pudiera creerse, de los típicos mantos de lapilli tan abundantes en la actualidad, que entonces no existían.
Es de destacar también en esta breve descripción del ambiente rural isleño los términos encomiásticos que el autor utiliza presentando un cuadro poco menos que bucólico, lo que prueba que la visita del italiano se llevó a cabo cuando la vegetación se hallaba en su máximo esplendor tras la época más propicia a las lluvias en la isla. Se sabe que fue en marzo, efectivamente, cuando vino Toriani acompañando al Capitán General de Canarias Luis de la Cueva y al obispo de la diócesis Fernando Suárez de Figueroa.
De los recursos acuíferos de la isla declara lo siguiente: “No tiene agua de beber buena más que de la que llueve, que recogen en pequeñas charcas que llaman maretas. Esta es excelente, sana, limpia y muy ligera por estar descubierta y agitada por los vientos. En Famara, frente a La Graciosa, en Rubicón y en Haría –continúa diciendo– hay algunos pozos con agua gruesa y salobre, de mal sabor, la cual dan al ganado cuando faltan las lluvias”.
Como puede apreciarse, la situación hidrológica era en aquellos lejanos tiempos prácticamente la misma que hemos padecido hasta hace escasos decenios cuando aún no se habían instalado las providenciales plantas potabilizadoras del agua del mar.
Un curioso fenómeno natural que al parecer se daba antes con cierta frecuencia y que llegó a producirse hasta por lo menos la década de los cuarenta del siglo pasado –en que yo mismo llegué a presenciarlo–, pero que no se ha vuelto a ver más desde entonces, es el de las dunas o médanos errátiles, que formándose en las proximidades del litoral NO con arena de La Playa de Famara y lugares inmediatos seguían la ruta de El Jable atravesando la isla lentamente impulsados por los vientos alisios, las típicas ‘brisas’ de Canarias, hasta llegar de nuevo al mar por la zona de Playa Honda. Toriani, quien por lo visto fue testigo ocular de este fenómeno, lo describe de forma muy parca en los siguientes términos: “Del norte hacia el sur, empezando desde Famara, atraviesan la isla unos montículos de arena que son llevados por el viento septentrional”.
La Cueva de los Verdes no podía quedar fuera de los comentarios de Torriani. Téngase en cuenta que para los lanzaroteños de aquellas centurias esta famosa gruta constituyó un seguro baluarte en que proteger sus vidas contra los ataques piráticos.
Sospechoso de argucia con que confundir a un forastero curioso que estuviera recabando información sobre lugar tan importante para la seguridad de la gente de la isla es lo que el ingeniero italiano declara haber sabido de dicha cueva. Comienza manifestando Torriani sobre el célebre antro que “Tiene la entrada tan baja y estrecha que sólo una persona que se arrastra pegada al suelo puede entrar en ella”.
Tal aserto es verdad sólo en parte, ya que el tal pasadizo angosto que sólo permite el paso de una persona a la vez no es la entrada exterior de la gruta, sino la llamada La Garganta de la Muerte, que da acceso a una cámara interior de la caverna que por el cometido que cumplía cuando la gente la ocupaba huyendo de los piratas ha sido conocida con el nombre de el Refugio. La verdadera boca que da acceso a La Cueva de los Verdes desde el exterior se encontraba entonces, como se encuentra ahora, en el ‘jameo’ –gran oquedad que se forma al colapsar el techo del túnel volcánico– que por extensión toma su nombre, puerta que si bien antiguamente hacía de entrada ahora realiza las funciones de salida, ya que la entrada actual ha sido abierta artificialmente a un nivel más bajo permitiendo el paso a la galería inferior de la gruta, que antes quedaba prácticamente incomunicada, por la cual se comienza el recorrido de la parte visitable de la cueva por el público.
Sigue manifestando sobre la cueva más adelante Torriani: “Algunos conocedores dicen que dentro tiene un río secreto que corre con gran ímpetu y que muy pocos conocen”.
Este es otro de los párrafos que sin duda están amañados para confundir la extralimitada curiosidad del italiano. Su contenido parece sonar, en efecto, a engaño premeditado, sin duda para disuadir a un eventual atacante de mantener el sitio de la cueva al considerarlo inútil por estar garantizado al menos el suministro de agua. De más está decir que por el interior de este tubo volcánico jamás ha discurrido ninguna corriente de agua dulce, ni grande ni pequeña. Todo lo más que se puede producir en algunos sitios puntuales es un simple goteo a través del techo cuando la lluvia cae con la suficiente intensidad.
Otra tergiversación de la realidad que parece hecha también a propósito con la misma finalidad de falsear los hechos para llevar a error a quien recibe la información es la concerniente a la afirmación del autor de que la cueva “tiene otra salida que responde al mar, por lo cual los hombres y mujeres que se amparan allí –afirma– pueden salir y embarcarse”.
Por supuesto que la tal salida por la orilla del mar no ha existido jamás. Al contrario, la salida secreta de la que según tradición se servían los refugiados en casos de extrema necesidad, cuando las circunstancias se lo permitían, y cuyo nombre parece corroborarlo, se abría por el lado de tierra opuesto, o sea el que mira hacia el volcán La Corona. Dicha boca ha sido llamada desde entonces Puerta Falsa y se encuentra en el fondo de un ‘jameo’ que lleva su nombre, situado 1 Km aproximadamente del de entrada de Los Verdes mentado.
Sobre las excelencias y salubridad del clima de la isla se expresa Torriani del siguiente tenor: “Durante casi todo el año soplan aquí los vientos NE, que son muy saludables, por lo que en esta isla los hombres viven mucho tiempo sin padecer enfermedades de cuidado ni tener necesidad de médico para curarse”.
Sin embargo, a continuación de estas laudatorias palabras dedicadas a la bondad del clima de la isla, el autor se contradice abiertamente al añadir que “Como el aire es aquí tan delgado las personas que trabajan y sudan suelen padecer resfriados, que ellas mismas se curan con un cuchillo recalentado, golpeando ligeramente con su filo el lugar dolorido”.
En el apartado dedicado a los animales dice Torriani que había “abundancia de cabras, ovejas, cerdos, bueyes y camellos, e infinitas gallinas, conejos y pardelas, así como buenas razas de caballos berberiscos y muchísimos asnos”.
Con respecto a la población humana declara: “En toda la isla no hay más de mil almas de las cuales doscientas cincuenta son hombres de armas con unos cuarenta de a caballo. La causa de que haya tan poca gente –explica Torriani– es que gran parte de ella se la llevaron cautiva los turcos y los moros por tres veces en el espacio de dieciséis años”.
Efectivamente, la isla se había visto sometida en años anteriores a su llegada a tres sonadas razzias piráticas, la de Calafat en 1569, la de Dogalí en 1571 y la de Morato Arráez en 1586, cada uno de los cuales se llevó un buen número de cautivos y muchos moriscos renegados que se fueron con ellos. No se olvide que una gran proporción de la población lanzaroteña estaba constituida por gente que había sido capturada por los señores de la isla en el África fronteriza, que aún añoraban su patria de origen. Sumando a esta sangría demográfica la desbandada que se produjo, especialmente a raíz de la última de las invasiones, al huir la gente hacia otras islas más seguras, se explica perfectamente el estado de despoblamiento en que la encontró el italiano. Teguise, por ejemplo, la capital insular entonces, sólo tenía, según testimonio del propio ingeniero, “dos iglesias y ciento veinte casas, la mitad de ellas arruinadas por los moros”.
A los lanzaroteños les atribuye en gran parte un origen africano, producto precisamente de la referida caza de esclavos que venían practicando en aquellos siglos los señores feudales de la isla. Refiriéndose concretamente al marqués de Lanzarote, que regía por entonces los destinos de la isla, manifiesta: “Don Agustín de Herrera –este era su nombre– solía armar cada año carabelas e ir con sus vasallos a hacer presa en la costa de África que le está cerca, de donde traía gran número de esclavos moros. De los que trajo muchos se bautizaron y quedaron con libertad en la isla; los cuales han aumentado tanto que tres cuartas partes de los isleños son moros o sus hijos o nietos”.
Cuenta Torriani respecto a la fortaleza y características físicas de los insulares que “era gente delgada y ligerísima, de tez aceitunada y muy buena y limpia dentadura, los cuales solían soportar grandísimos trabajos y cansancio”. A esto añade que “llevaban barba larga y se afeitaban la cabeza”.
Pondera también Torriani el valor y coraje de que hacían gala estos antiguos lanzaroteños. Después de ponernos en antecedentes de su modo de “combatir a pie con la lanza y a caballo con el dardo y la adarga”, añade que “no tenían miedo a los arcabuces; al contrario, a menudo ocurre que desembarcando allí corsarios a proveerse de agua y carne, dos de estos hombres asaltan a muchos y los matan”.
En cuanto a la dieta alimentaria de los isleños concierne, declara que consistía basicamente en “carne asada y harina de cebada tostada que mezclaban con agua o con miel”.
Está claro que esta harina no es otra cosa que el típico gofio canario que todos conocemos, con la diferencia de que en la actualidad ha decaído el empleo de la cebada, que ha sido sustituida por el trigo y el maíz, o ‘millo’, como decimos en las islas.
En lo referente al carácter de los nativos Torriani nos informa escuetamente con la simple frase de que “son muy afectuosos y cuidan muy bien a los que alojan”, lo cual se me figura un fiel trasunto de la proverbial obsequiosidad y amabilidad que ha caracterizado tradicionalmente al conejero, herencia sin duda de generaciones pretéritas que, lamentablemente, se están viendo menoscabadas por los imparables embates de la modernidad de vértigo, en su fase negativa, que nos abruma.
Lástima que esta encomiástica pincelada sobre la forma de ser del lanzaroteño se vea empañada –¡y en qué medida!– por unas consideraciones que el autor formula en posterior capítulo de la obra, esta vez dedicado a los habitantes de las siete islas. Menos mal que esas consideraciones pierden validez y credibilidad al ser producto de ‘sesudas’ disquisiciones astrológicas, de tanto predicamento entre la clase intelectual de aquellos oscuros tiempos, y no de una racionalización objetiva de los hechos. Según las mismas, aparte de carecer los canarios en general de capacidad mental para el desarrollo de las ciencias y otras actividades intelectuales, los lanzaroteños eran nada menos que ¡asesinos!; los de Fuerteventura, indolentes; los grancanarios, mentirosos; los de Tenerife, ingratos; los gomeros, traidores; los de El Hierro, toscos, y los palmeros, vanidosos.
Ante semejante sarta de despropósitos me queda bullendo en la mente la malsana curiosidad de haber podido saber cuáles habrían sido los defectos –¡si es que tenían algunos, claro!– que a juicio de Torriani ‘adornaban’ a sus paisanos italianos de acuerdo a este concienzudo dictamen astral.
Donde no erraron los astros, desde luego, debido según grandilocuentes palabras del autor “a la influencia del paso sobre el cenit de Canarias de una estrella de la cabeza de Andrómeda, de segunda grandeza, que llevaba consigo el cesto de Venus”, es en el gran imperio que las mujeres ejercían sobre los varones, cosa, por otro lado, fácil de comprobar aún en la actualidad...
Hasta aquí la exposición de lo que su particular e inquisitiva mirada de forastero permitió captar en parte, de Lanzarote, al ingeniero militar italiano Leonardo Torriani durante la visita que giró a la isla en comisión de servicio en el año 1591, uno de los autores más interesantes dentro de la historiografía canaria a pesar de los errores y dislates aquí expuestos y otros que cometió, impresiones que luego vertió en su obra Descripción e historia del reino de las Islas Canarias, en cuya edición en español de 1959, comentada por el erudito en estas lides Alejandro Cioranescu, me he valido para fundamentar este breve estudio, como dejé expuesto más atrás.
Pero no quisiera terminarlo, aunque para ello me salga del ámbito en que se enmarca el título de este escrito, sin comentar, aunque sea un tanto de pasada, la tan controvertida cuestión de la pretendida intervención de Torriani en obras ejecutadas en los castillos de Santa Bárbara de Teguise, y de San Gabriel, en Arrecife, incluyendo en este último su anexo el Puente de las Bolas. Sabido es que desde hace años se ha tenido como artículo de fe en los medios culturales de nuestra isla que en el primero de los edificios tuvo este ingeniero una destacadísima y primordial actuación en su reparación y mejora; que fue el autor de la reedificación del segundo al quedar demolido por las huestes de Morato Arráez unos años antes de su llegada a la isla, y que había sido el autor integral del Puente de las Bolas. Nada de esto es cierto. El que sienta curiosidad por estos temas de la historia de nuestra isla y quiera saber la verdad sobre este apartado en concreto de la misma, lo invito a que lea mi ponencia Leonardo Torriani y su relación con los castillos de Lanzarote, que figura en el tomo I de las VIII Jornadas de estudios de Lanzarote y Fuerteventura, publicadas en 1997.
MAPA DE LAS ISLAS CANARIAS POR TORRIANI

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