jueves, 17 de marzo de 2011

LA ESPADA DE DAMOCLES NUCLEAR


 
Por Agustín Pallarés Padilla
(LANCETOT, 6-III-1986)


Los científicos mejor impuestos en el tema lo han dicho con toda claridad: una guerra atómica a escala mundial supondrá, si no la extinción total de la especie humana de la faz de la Tierra –lo cual no es en absoluto descartable–, sí al menos una degradación biológica tal de los posibles supervivientes que hará que su regeneración como individuos normalmente constituidos requiera, sin duda alguna, el paso de varias generaciones.
Afirman los especialistas en estos temas que de producirse una conflagración nuclear las consecuencias serían catastróficas para la humanidad entera, pues aparte de los devastadores daños materiales ocasionados directamente por las explosiones de las bombas sobre centros urbanos, complejos industriales y medios de producción en general, el efecto de pantalla que los residuos volátiles desprendidos de esas explosiones originen en la atmósfera será de tal magnitud que todo el planeta sin excepción quedará sumido en un profundo, tenebroso y prolongado invierno artificial que hará poco menos que imposible la vida del hombre sobre su suelo. Si a esto añadimos el inficionamiento que sufrirá el medio ambiente a causa de los efluvios radiactivos y la subsiguiente penuria de alimentos y demás recursos vitales necesarios para proveer a la subsistencia del ser humano que consecutivamente sobrevendrá, se comprenderá sin demasiado esfuerzo de imaginación la clase de porvenir que espera a los desdichados habitantes del planeta que logren rebasar tan espeluznante hecatombe.
Pues bien, pese a este tétrico panorama lo cierto es, por absurdo que ello pueda resultar, que las naciones que pomposamente se autointitulan de civilizadas y que por ende deberían estar moralmente obligadas a abanderar una política pacifista y procurar por todos los medios posibles a su alcance la erradicación de unas armas tan destructivas y mortíferas, se empecinan por el contrario en fomentar a toda costa su producción masiva alegando el absurdo sofisma de que las guerras se evitan armándose cada vez con mayor intensidad, llegándose en esta loca obcecación al paradójico extremo de incrementar sin cesar el arsenal de artilugios atómicos a sabiendas de que con los ya almacenados hay suficiente cantidad para destruir el mundo varias veces...!
Resulta verdaderamente inconcebible que ante unas perspectivas tan siniestras y aterradoras no se reaccione, siquiera sea llevados del instinto de conservación, en el sentido de considerar el desarme como objetivo prioritario e inaplazable si no queremos vernos arrastrados hacia una autoinmolación colectiva.
Queda claro, pues, después de esta cruda y realista exposición de la situación que este estado de cosas ha creado en el mundo, que la cuestión del rechazo más enérgico a una guerra atómica potencial a nivel planetario debe anteponerse en la atención de todo ser humano con un mínimo de responsabilidad moral a cualquier otra consideración de tipo ideológico-político, nacionalista, racial o religioso, debiendo cada uno de nosotros, los terrícolas, hacer cuanto esté en nuestras manos para procurar que sea extirpado de una vez para siempre este cáncer mundial que se ha dado en llamar en su expresión más truculenta “el equilibrio del terror atómico”. De otro modo, un día cualquiera, más tarde o más temprano, la espada de Damocles nuclear caerá sin remisión sobre nuestras cabezas y convertirá al mundo en un inmenso cementerio...

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