Por Agustín Pallarés Padilla
(LA PROVINCIA, 31-VII-1976)
De los múltiples enigmas que el acervo prehistórico canario encierra en relación con la génesis del poblamiento del archipiélago ninguno ha infundido tan profunda perplejidad en los tratadistas que le han consagrado su estudio, por cuanto supone de flagrante contradicción con el contexto etnográfico de insularidad en que el fenómeno queda enmarcado, como el de la ausencia de toda manifestación náutica de que sus primitivos habitantes adolecían.
Tanto es así que llegados a este intrincado punto del proceso poblatorio de las islas, los investigadores, impotentes para encontrarle una explicación plausible han optado en la generalidad de los casos por emplear la táctica del avestruz (discúlpeseme la venial irreverencia en aras del grafismo de la expresión), pasándolo sencillamente por alto y limitándose, todo la más, a proclamar su asombro ante tan profundo arcano, o si acaso han intentado alguna vez acometer la resolución del problema se han visto irremisiblemente constreñidos a echar mano de las más peregrinas y deleznables de las teorías.
Antes de proseguir desarrollando tan sugestivo tema conviene dejar sentada la premisa, bien garantizada por la documentación histórica y científica correspondiente, de la total y absoluta ausencia de navegación en la primitiva población de todas y cada una de las islas del archipiélago, extremo sobre el cual se muestran unánimemente contestes los más eruditos prehistoriadotes de las Canarias, ya que aparte de los numerosos testimonios explícitos e implícitos aportados por la historiografía de la época de la conquista y otras comprobaciones de naturaleza arqueológica, como pueda ser la ausencia de espinas de peces pelágicos en los yacimientos prehistóricos, existe por doquier clara evidencia de la inexistencia de navegación en la sociedad guanche de cualquiera de las islas.
Pongamos como ejemplos más evidentes el desconocimiento de la cebada en algunas de las islas, señaladamente en la de Fuerteventura a pesar de las inmejorables condiciones que sus campos reunían para cultivarla y su proximidad a Lanzarote, donde tan copioso cultivo de este cereal se hacía, circunstancia que entraña forzosamente la inexistencia de contactos entre ambas islas. A ello habría que añadir las claras pruebas que han presentado las islitas de La Graciosa y Lobos, adyacentes a Lanzarote y Fuerteventura respectivamente, de no haber sido prácticamente visitadas por sus vecinos a pesar de la ínfima distancia que las separa entre sí. En ninguna de ellas se han detectado vestigios claros de estancia de habitantes de las respectivas islas mayores próximas. En la de Lobos, además, la extraordinaria abundancia que en ella encontraron de las focas que le dieron nombre es prueba evidente del secular aislamiento humano en que se mantuvo.
Para nosotros, sin embargo, esa paradójica y enigmática circunstancia de la total carencia de navegación en un pueblo supuestamente marítimo al hallarse establecido en un archipiélago integrado por islas de no excesiva extensión superficial, a la vista unas de otras y a bastante menos distancia entre sí que la que las separaba del continente de donde habían venido sus ancestros, constituye por el contrario el argumento clave que determina de forma irrecusable el origen remoto de los antiguos isleños, hasta el punto de retrotraerlo al momento mismo de sus raíces o primigenio poblamiento del archipiélago, así como la índole esencialmente monogénica de su colonización.
En efecto, en cuanto al primer enunciado respecta, ha de partirse del incontrovertible principio etnológico de que un pueblo navegante transmigrado a un nuevo territorio archipelágico de las expresadas condiciones que caracterizaban a nuestras islas, provistas de sobrada materia prima con que construir naves, jamás puede metamorfosearse tan radicalmente como para abandonar completamente su consustancial estilo de vida marinera y caer en el total desuso y olvido de sus embarcaciones de forma tan repentina, sin transición alguna, hasta el extremo de no quedar de ellas la más leve huella de su pasada existencia.
Sobre este particular nos adherimos plenamente al dictamen formulado por el director del Museo Arqueológico de Tenerife don Luis Diego Cuscoy en su libro Los guanches, en el que niega rotundamente cualquier posibilidad de una transformación en tal sentido, si bien, y con todos los respetos a su reconocida competencia y autoridad en estas lides, no compartamos en modo alguno la fecha que asigna a la inmigración, o inmigraciones varias según el parecer más generalizado, al decir que los progenitores de aquel pueblo ganadero y agricultor debieron ser transportados a nuestras islas durante el neolítico en calidad de pasajeros por otras gentes navegantes y aquí desembarcados.
Estamos enteramente de acuerdo con el señor Cuscoy, pues esto para nosotros está perfectamente claro y fuera de toda duda por no caber otra explicación plausible, tal como lo expusimos el año pasado en este mismo periódico con nuestro trabajo Cuándo y cómo se poblaron las Islas Canarias, en cuanto al hecho de que los primeros colonizadores del archipiélago canario tuvieron que ser traídos en barcos ajenos, pero lamentamos tener que disentir tan abiertamente con respecto a la época en que, según él, tal evento se produjo. Que esto ocurriera en tiempos neolíticos es de una contingibilidad sumamente improbable por no decir imposible, menos aún repetidamente, en la zona oceánica que ocupan las Canarias, ya que según apuntan todos los indicios, en tan remotas edades la navegación debería hallarse en un estado de desarrollo muy incipiente. La del Mediterráneo, quizás más avanzada, no habría rebasado aún, ni con mucho, el estrecho de Gibraltar, siendo prácticamente nula en el Atlántico (Cf. Raymond Mauny en Anuario de estudios atlánticos de 1971), en tanto que con respecto a los pueblos norteafricanos antecesores de los guanches bastaría con citar al erudito berberólogo francés Georges Souville, quien manifiesta que “parece seguro que la navegación no haya sido practicada por los habitantes del Magreb en tiempos neolíticos” (Cf. Anuario de estudios atlánticos de 1969).
Por si todos los razonamientos esgrimidos hasta ahora no fueran sobradamente efectivos a favor del poblamiento bereber monogénico o en una única arribada que preconizamos, habríamos aún de vernos en la necesidad de justificar el hecho, inaudito a todas luces, de que habiendo llegado los bereberes con posterioridad a las gentes de distinta procedencia que según los teorizantes del poligenismo poblatorio los precedieron, pudieran haber sometido de forma tan absoluta a la población más o menos multitudinaria que encontraron ya establecida en cada una de las islas hasta el extremo de borrar prácticamente su civilización para imponer la suya, incluida la lengua, a pesar de haber tenido que aportar ellos en idénticas condiciones de parvedad numérica en que lo habrían hecho sus predecesores, para luego caer ellos, una vez más, en el abandono y desuso de sus barcos sin dejar de ellos, al igual que había ocurrido con los anteriores pobladores, rastro alguno.
Pues bien, no obstante estos sólidos argumentos demostrativos de la virtual imposibilidad de esos pretendidos viajes, lo cierto es que no sólo se continúa distinguiendo a esas fantásticas arribadas con el magnificado título de oleadas, sino que se las repite una y otra vez con una prodigalidad que asombra: un simple elemento material o rasgo cultural aparentemente relacionable por determinada coincidencia de orden tipológico o social con tal o cual civilización, sin que importe mucho la distancia geográfica o cronológica que la separe del horizonte guanche, y sin siquiera detenerse a veces en constatar si el elemento en cuestión se encuentra también en la sociedad bereber preislámica del noroeste africano o, incluso, y lo que es más inconcebible, que después de reconocidos y sentados estos paralelismos entre bereberes y guanches se llegue a postergarlos olímpicamente en tenaz contumacia por vincularlos a esas otras civilizaciones totalmente ajenas a la guanche, al menos en un plano de inmediatez, y ‘oleada’ de ‘navegación de fortuna’ que se admite sin el menor reparo para justificarlo.
Llegados a este punto de la cuestión es de rigor preguntarse a qué conclusión nos lleva este objetivo planteamiento que hemos dado al problema del poblamiento primitivo de las islas. La respuesta es obvia: irremisiblemente a la única explicación posible, a saber, que los guanches, desconocedores ya en su patria de origen de la navegación, con toda seguridad por ser gente de tierra adentro, fueron traídos a las islas por otros individuos navegantes y en ellas dejados, más haciendo la obligada salvedad, claro está, de que ello sólo pudo ocurrir en tiempos en que la técnica de la navegación había ya alcanzado un grado de desarrollo técnico que permitiera la travesía planificada entre el continente y el archipiélago.
Juzgue, pues, el lector, a la vista de tan contundentes argumentos la trascendental importancia que ha de atribuirse al anautismo guanche como factor determinante del modo en que debió de realizarse el poblamiento de las Canarias, debidamente apoyado, por los dictados de la más elemental lógica, por el conocido episodio de los montaraces libios desterrados por los romanos a las Islas Afortunadas a principios de la era cristiana, que le confiere su más fehaciente aval de autenticidad histórica visto que pretender hallar una convincente explicación a tan singular fenómeno carencial recurriendo a las leyes convencionales por que se rige la dinámica migratoria de los pueblos primitivos sería un flagrante contrasentido.
Y siendo ello así, hallándose tentadoramente desplegada ante nuestros ojos en toda su apabullante lógica la respuesta cabal a la noticia de aquellos africanos transportados a nuestras islas, que tan cumplida satisfacción da a la incógnita planteada por la ausencia de navegación entre los primitivos canarios, ¿por qué entonces se ha desembocado en esta especie de callejón sin salida? ¿Puede saberse qué tiene historicamente de inviable el relato de aquellos infelices mauritanos expatriados como castigo a su insumisión al todopoderoso imperio romano que nos cuentan prácticamente todos los antiguos cronistas de Canarias, algunos de ellos con todo lujo de detalles convincentes acordes con los conocimientos que de la prehistoria canaria se tienen, para que haya suscitado el más irreductible de los escepticismos por parte de la crítica moderna oficial?
Pues bien, que sepamos no parecen oponerse otras objeciones a la verosimilitud del episodio en cuestión que una pretendida incompatibilidad, especialmente de orden cronológico, con la interpretación que sistemeticamente se ha venido dando a gran parte de los datos arqueológicos y de variada índole conocidos, así como las derivadas de ciertas sofisticadas conclusiones nacidas de desfasados y caducos conceptos científicos defendidos a ultranza por un sector reaccionario de investigadores, que no han podido ser desarraigados de las esferas intelectuales pertinentes pese a los reveladores e inconcusos testimonios confirmatorios de la afinidad guanche-bereber y de la fecha tardía del poblamiento canario, perfectamente avenible a grandes rasgos con la reiterada noticia de los deportados, según van poniendo de manifiesto las conclusiones alcanzadas sobre el particular por la nueva ola de prehistoriadores de las canarias, situación anómala y de todo punto inexcusable a la que, habida cuenta de su manifiesta inconsistencia, le auguramos una vez más una pronta rectificación.
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