Por Agustín Pallarés Padilla
LA PROVINCIA, 17-VIII-1984)
De vez en cuando, acuciado por la ancestral llamada de la madre Naturaleza, me veo en la perentoria necesidad de lanzarme al campo para dar una caminata por alguno de los múltiples y variados rincones que encierra el variopinto solar de mi entrañable Titerogaca.
Con estos salutíferos paseos logro, al tiempo que templar los músculos y descontaminar los pulmones del viciado aire de la ciudad, abstraer la mente de los contratiempos que la vida suele depararnos casi cuotidianamente, sumiéndome, siquiera sea por breves momentos, en la reconfortante contemplación de la excelsa obra de la creación.
La meta final de estos esparcimientos físicos y mentales suele ser, por lo general, la cumbre de uno de los tantos conos volcánicos que salpican el suelo de la isla. Es innegable el esotérico poder de atracción que la montaña, como cimero ente topográfico, ejerce en la humana psiquis: parece como si existiera un cabalístico paralelismo de exaltación entre lo material y lo anímico que se conjugara en su altanero soma.
Allá en la distancia, recortada contra el azul dosel del cielo, se perfila erguida su sugestiva silueta, tersa y redondeada cual turgente seno femenino. Hacia ella encamino presuroso mis pasos con anticipada fruición. Alcanzadas sus estribaciones acometo acto seguido la escalada trepando ladera arriba al compás del frenético latir del corazón, que en delirante exultación parece como si pugnara por escapar del angosto recinto pectoral.
Por fin, tras denodado esfuerzo, logro acceder al pináculo mismo del volcán. Sudoroso y jadeante tomo asiento sobre una roca para reponer mis desfallecidas fuerzas.
Desde lo alto, a vista de pájaro, la perspectiva es sencillamente impresionante: a mis espaldas, remedando resecas fauces que imploraran sempiternamente el líquido maná que porta en sus entrañas la veleidosa nube viajera, se abre el imponente cráter. Abajo, en torno a la montaña, se extienden amplias llanadas, ora de polvoriento “tegue”, ora constituidas por mantos de petrificada escoria lávica.
Paso unos minutos absorto en la contemplación del paisaje. La azul limpidez del firmamento permite que los tibios rayos solares acaricien mi piel produciéndome una gran lasitud. Arrullado por el suave murmullo del viento y vencido por el aplanador efecto de la fatiga me va invadiendo poco a poco, insensiblemente, una soporífera torpidez...
Sumido en una profunda sensación de beatífica placidez dirijo una vez más la mirada en derredor mío. De pronto, lleno de admiración y asombro, observo cómo, iluminada por las primeras luces del alba, avanza pendiente arriba, balanceando pausada y ritmicamente su cuerpo, una esbelta figura de mujer vestida con la larga túnica de piel de cabra, indumentaria que, pese a su primitiva tosquedad, permitía entrever sus armoniosas formas femeninas. A medida que se va aproximando al lugar en que me encuentro voy percibiendo, cada vez con mayor claridad, sus sensuales facciones que resaltan enmarcadas en la lozana cabellera oscura que le cae fluidamente por los hombros. Sobre la cabeza, haciendo alarde de un prodigioso dominio del equilibrio, porta airosamente un gran “gánigo” lleno de espumeante leche de cabra, mientras bajo uno de los brazos sostiene otra vasija, asimismo de barro cocido, rebosante de manteca del mismo animal, llevando el otro brazo en jarras, muy arqueado para mejor hacer de contrapeso.
Al llegar al terraplén en que culmina la montaña, la hermosa “maja” detuvo sus pasos, se inclinó para depositar en el suelo con amoroso cuidado las dos vasijas conteniendo las ofrendas y, luego de reincorporarse, dirigió la mirada en actitud sumisa y respetuosa hacia el punto del horizonte por donde el creciente resplandor de la aurora anunciaba el inminente orto solar. Tan pronto como el astro rey, envuelto en suaves arreboles, comenzó a emerger con solemne lentitud de la nítida línea que señalaba en lontananza los confines visibles del océano, la joven indígena, transida de reverente veneración, se prosternó ante la enorme bola de fuego que ascendía en el cielo, el omnividente ojo del dios Magec, regidor de los destinos de su bienamado pueblo, y en esta posición de sumo acatamiento, humildemente arrodillada en el suelo, le dedicó sus más sentidas salutaciones matinales alzando y bajando repetidamente los brazos en ademán propiciatorio al tiempo que musitaba unas plegarias. Habiendo cumplido con este preceptivo ritual, se irgió la joven ceremoniosamente, procediendo a continuación a hacer las correspondientes libaciones con leche y manteca de las “jairas” sagradas que portaba en los dos “gánigos”, vertiéndolas en el pequeño altar de piedra seca construido para tales menesteres.
Absorto en la contemplación de tan fascinante escena desarrollada a mi lado, había perdido yo por completo la noción el tiempo y la tangibilidad de las cosas materiales...
De repente, sin que mediara una explicación lógica, resonó en mis oídos un estridente bocinazo proveniente de la vasta hondonada que se extendía al pie de la montaña, rompiendo brutalmente el idílico encanto del mundo etéreo e irreal en que me hallaba inmerso. Instintivamente me llevé las manos a los ojos para protegérmelos, deslumbrado por la intensa luz solar de la tarde. Abajo, por la asfaltada senda de la civilización, avanzaba trepidante uno de esos horrendos esperpentos mecánicos creados por la técnica moderna que hemos dado en llamar camiones, lanzando en su loca carrera un denso chorro de renegrido humo que iba inficionando inmisericorde a cuanto ser viviente, animal o vegetal, se interponía en su camino.
Pasados los primeros instantes de sorpresa, ya algo repuesto de la brusca transición espiritual sufrida, lancé una ansiosa mirada en torno mío. De la ensoñadora visión de la exótica “jarimágada” no quedaba rastro alguno. Todo se había desvanecido subitamente tragado por la inexorable crudeza de la vida real. Amargamente decepcionado, embargado de indescriptible tristeza, me levanté con pesadumbre y emprendí cansinamente el descenso de la montaña de regreso a mi casa.
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