Cuando los europeos comenzaron a frecuentar las Islas Canarias en el siglo XIV, y más concretamente cuando las ocuparon en el XV, encontraron establecido en ellas un pueblo que atravesaba por un estadio cultural equiparable en ciertos aspectos al Neolítico. De esa época se conservan algunas crónicas y otros documentos que suministran informaciones y noticias que complementadas con datos arqueológicos y deducciones obtenidas mediante estudios comparativos sobre la cultura bereber norteafricana preislámica, antecesora de la guanche, han arrojado alguna luz sobre cómo eran y de qué modo vivían aquellas gentes.
Precisamente apoyándose en ese aparente neolitismo, la investigación oficial ha venido asignando hasta no hace muchos años (todavía unos pocos rezagados continúan sosteniéndolo empecinadamente) una cronología muy temprana al poblamiento canario, pues lo remontaban a varios milenios a C. cuando menos.
Mas tal metodología se ha revelado improcedente desde el momento en que hoy se sabe que en la citada área bereber preislámica del norte de África, lugar de origen sin duda del pueblo guanche (empleado este gentilicio en su sentido archipelágico lato) se daban esas condiciones de civilización arcaizante, de forma bastante generalizada todavía, en tiempos tan recientes como la protohistoria y continuaron dándose hasta siglos después del comienzo de la Era en algunos reductos montañosos del Atlas. De modo que tomando como base argumentativa una prolija serie de datos etnográficos y elementos culturales de la sociedad guanche y compatibilizándolos con los correspondientes del horizonte bereber matriz se va aceptando últimamente como más verosímil y racional un poblamiento de las islas llevado a cabo en época tardía, posterior incluso al cambio de Era y realizado además de una sola vez para todo el archipiélago.
Baste con exponer sólo algunos de esos argumentos o razones limitativos en el tiempo para que se vea cuán decisivos son en lo que venimos preconizando. Examinemos como ejemplos suficientes la avulsión dentaria, la posición en que se enterraba a los muertos y el teñido en ocre o rojo de los huesos de los cadáveres.
La avulsión dentaria o extracción de algunos dientes fue una costumbre de carácter ritual muy difundida entre los antiguos habitantes del Maghreb desde los tiempos preneolíticos hasta la protohistoria, desapareciendo definitivamente en la época de la prerromanización. La ausencia de esta práctica en las Canarias demuestra concluyentemente la imposibilidad de que las gentes que poblaron nuestro archipiélago hubiesen podido asentarse en las islas, habida cuenta de su probado origen bereber, antes de que el rito de la avulsión dentaria desapareciera en el continente.
La posición que se hacía adoptar a los cadáveres al enterrarlos constituye otra prueba capital de delimitación cronológica tardía del poblamiento canario, pues mientras en el norte de África se inhumaba extendiendo el cuerpo sobre un costado y en posición flexionada desde tiempos preneolíticos hasta la dominación romana, momento en que se cambió a la posición de decúbito supino, en Canarias, salvo algunos casos en La Gomera y algún otro aislado en Tenerife de inhumación lateral, siempre se enterró en la posición dorsal moderna, lo que demuestra que los norteafricanos pasaron a nuestras islas ya casi expirada la etapa de transición de un rito a otro, o sea, durante la ocupación del Maghreb por los romanos.
La otra gran prueba demostrativa de una cronología reciente en el poblamiento del archipiélago la suministra la costumbre de colorear en ocre los huesos de los cadáveres, tan generalizada en el noroeste africano hasta bien entrada la protohistoria, rito que tampoco aparece en Canarias pese a existir en las islas el almagre con que se aplicaba.
Ignorar estos hechos tan probatorios sentada de forma indubitable la ascendencia bereber del pueblo guanche, demostrada hasta la saciedad por las vías antropológica, lingüística y etnográfica en general supone el encasquillarse en una inoperante subjetividad que no hace sino embrollar rutinariamente la cuestión y diferir indefinidamente su correcta resolución.
Por si esto no bastara, el panorama se agrava hasta límites rayanos en lo absurdo con la propensión, no rara por cierto entre algunos estudiosos del tema, de tender alegremente, sin más fundamento que una pretendida semejanza o afinidad, paralelismos con determinados elementos y rasgos de culturas muy alejadas en el espacio y en el tiempo, ajenas con toda seguridad a la canaria, al menos en un sentido de inmediatez. Se puede admitir, por ejemplo, y hasta cierto punto es lógico pensarlo, que existan relaciones culturales con el Egipto predinástico, con la Creta minoica, con lo púnico por supuesto, y en general con cualquiera de los pueblos antiguos del Mediterráneo, e incluso, poniendo las cosas muy difíciles, con ciertas comarcas de la Europa atlántica de la Edad del Bronce, mas por lo general muy desvaídos y siempre a través del tamiz bereber, que ha sido sin duda alguna el que ha configurado en última instancia la civilización guanche.
Como refrendo a la clara cronología del poblamiento de nuestras islas indicada por los precedentes argumentos están las numerosas dataciones radiométricas obtenidas de restos orgánicos aborígenes, las cuales nunca han podido remontarse a fechas anteriores a la Era.
Pero el aspecto de la primitiva cultura canaria que causa verdadera estupefacción por lo paradójico que resulta es el desconocimiento más absoluto de la navegación que reinaba entre los isleños, particular bien comprobado tanto por las unánimes afirmaciones de los cronistas que conocieron de visu a los indígenas y de los que escribieron en años subsiguientes (salvo el discordante y poco creíble testimonio de Torriani) como por la corroboración arqueológica deducible del hallazgo de espinas de pescado pertenecientes a especies de orilla y no pelágicas como tendría que ocurrir de pescarse con barcos. En efecto, ¿cómo explicar que habiendo transmigrado sus ancestros continentales por mar, única vía de acceso posible, para establecerse en un territorio eminentemente marítimo como es un archipiélago, hayan podido perder por completo el uso de sus embarcaciones sin que quedara el menor vestigio de su existencia, transformándose además tan radicalmente de marineros en pastores y labradores? Y siendo esto ya de por sí casi imposible de concebir reduciendo el problema a una sola isla ¿qué pensar cuando son siete y con la agravante de encontrarse a la vista unas de otras? Pues bien, por si todo ello fuera poco y por increíble que pueda parecer, lo normal es leer en obras dedicadas a estos temas que cada una de las islas fue objeto de varias oleadas de población separadas en el tiempo, sin parar mientes ni por un instante el que tal escribe en la absurdidad de semejante proposición.
A todo cuanto antecede habría que sumar todavía que los bereberes preislámicos apenas parecen haber experimentado vocación marinera, si bien esta consideración huelga, ya que el quid de la cuestión reside, tal como se ha puesto de relieve, en la absoluta imposibilidad de que unas gentes marineras puedan perder, en las circunstancias expuestas, la práctica de la navegación.
Todo este cúmulo de razones adversas ha dado pie a algunos autores modernos, si bien con excesivas reservas y prevenciones, para pensar de motu propio en la probabilidad de que los primeros pobladores de las Canarias fueran gentes desconocedoras del arte de navegar traídos a las islas por navegantes de otros pueblos y dejados luego en ellas a su suerte.
Pues resulta que eso es precisamente lo que han venido repitiendo uno tras otro, con algunas variantes en detalles de importancia secundaria, la mayor parte de los cronistas del pasado isleño desde el momento mismo en que los europeos se instalaron en Lanzarote, primera de las islas en ser ocupada. Y no por lo que el hecho pueda tener de lógico y congruente, que ya es mucho, sino sencillamente haciéndose eco de una noticia que tildada de leyenda circulaba desde tiempo inmemorial por las islas relacionada con su poblamiento, la cual en esencia sostenía que los primeros insulares habían sido traídos del norte de África después de haberles sido cortadas las lenguas.
El primer eco de esta noticia se encuentra ya en ‘El Canarien’ o crónica de la conquista francesa de Lanzarote y Fuerteventura, en la que al hablar de la isla de La Gomera manifiesta sobre sus habitantes que “Se dice por aquí que un gran príncipe, por alguna fechoría, los hizo poner allí y les hizo cortar las lenguas”.
Pero es Abreu Galindo su más acérrimo defensor y el que la da con más extensión y pormenores. Dice este autor haber existido en la biblioteca de la catedral de Santa Ana de Las Palmas un grueso tomo "sin principio ni fin, muy estragado" en el cual, en la parte dedicada a los romanos (lo que hace pensar que pudiera tratarse de una historia universal, máxime estando escrito en latín como afirma) decía que en los tiempos en que Roma tenía ocupada la región del noroeste de África con el nombre de Mauritania, entre el nacimiento de Cristo y la evangelización de aquellos territorios, los indígenas se amotinaron contra sus opresores extranjeros logrando librarse de su yugo momentáneamente, pues habiendo enviado al poco tiempo el senado fuerzas de refresco, fueron sometidos de nuevo y luego de matar a los cabecillas de la rebelión y a los combatientes cogieron al común de la gente y metiéndolos en barcos los trasladaron hasta nuestras islas, que estaban entonces deshabitadas, abandonándolas en ellas a su suerte con las lenguas cortadas, dejándoles algunas cabras y ovejas con que pudieran proveer a su sustento.
Otro autor que aporta datos interesantes que complementan en parte a los de Abreu Galindo es el portugués Gaspar Frutuoso, el cual concreta de modo expreso la procedencia montaraz e intracontinental de los deportados y circunscribe la fecha en que el evento ocurrió al reinado del emperador Trajano (98-117), a quien atribuye la orden de ejecución del castigo. Bien es cierto que no cita las fuentes donde bebiera tales informaciones, pero casi se puede asegurar por la extensión y lujo de detalles con que las ofrece que se trata de una fuente escrita.
Desechadas, pues, por infundadas e inconsistentes esas fechas remotas que hasta hace poco tiempo constituían una constante inalterable en la cronología del poblamiento canario, esta noticia, a más de explicar el anautismo guanche de forma racional y coherente, concuerda en términos generales con las conclusiones científicas conexas, no existiendo por contra ningún argumento serio, de la índole que sea, que tenga fuerza probatoria suficiente para invalidarla, por lo que debe adscribírsele una total veracidad y crédito. En consecuencia resulta de todo punto incomprensible y fuera de tono la sistemática preterición en que los estudiosos de la prehistoria canaria la han mantenido, hasta el punto de ignorarla por completo como si se tratara del más intocable de los tabúes, incluso, lo que rebasa todas las cotas de lo imaginable, aunque el autor de que se trate contemple la posibilidad de que los primeros pobladores puedan haber sido transportados por otras gentes navegantes.
Mas tal metodología se ha revelado improcedente desde el momento en que hoy se sabe que en la citada área bereber preislámica del norte de África, lugar de origen sin duda del pueblo guanche (empleado este gentilicio en su sentido archipelágico lato) se daban esas condiciones de civilización arcaizante, de forma bastante generalizada todavía, en tiempos tan recientes como la protohistoria y continuaron dándose hasta siglos después del comienzo de la Era en algunos reductos montañosos del Atlas. De modo que tomando como base argumentativa una prolija serie de datos etnográficos y elementos culturales de la sociedad guanche y compatibilizándolos con los correspondientes del horizonte bereber matriz se va aceptando últimamente como más verosímil y racional un poblamiento de las islas llevado a cabo en época tardía, posterior incluso al cambio de Era y realizado además de una sola vez para todo el archipiélago.
Baste con exponer sólo algunos de esos argumentos o razones limitativos en el tiempo para que se vea cuán decisivos son en lo que venimos preconizando. Examinemos como ejemplos suficientes la avulsión dentaria, la posición en que se enterraba a los muertos y el teñido en ocre o rojo de los huesos de los cadáveres.
La avulsión dentaria o extracción de algunos dientes fue una costumbre de carácter ritual muy difundida entre los antiguos habitantes del Maghreb desde los tiempos preneolíticos hasta la protohistoria, desapareciendo definitivamente en la época de la prerromanización. La ausencia de esta práctica en las Canarias demuestra concluyentemente la imposibilidad de que las gentes que poblaron nuestro archipiélago hubiesen podido asentarse en las islas, habida cuenta de su probado origen bereber, antes de que el rito de la avulsión dentaria desapareciera en el continente.
La posición que se hacía adoptar a los cadáveres al enterrarlos constituye otra prueba capital de delimitación cronológica tardía del poblamiento canario, pues mientras en el norte de África se inhumaba extendiendo el cuerpo sobre un costado y en posición flexionada desde tiempos preneolíticos hasta la dominación romana, momento en que se cambió a la posición de decúbito supino, en Canarias, salvo algunos casos en La Gomera y algún otro aislado en Tenerife de inhumación lateral, siempre se enterró en la posición dorsal moderna, lo que demuestra que los norteafricanos pasaron a nuestras islas ya casi expirada la etapa de transición de un rito a otro, o sea, durante la ocupación del Maghreb por los romanos.
La otra gran prueba demostrativa de una cronología reciente en el poblamiento del archipiélago la suministra la costumbre de colorear en ocre los huesos de los cadáveres, tan generalizada en el noroeste africano hasta bien entrada la protohistoria, rito que tampoco aparece en Canarias pese a existir en las islas el almagre con que se aplicaba.
Ignorar estos hechos tan probatorios sentada de forma indubitable la ascendencia bereber del pueblo guanche, demostrada hasta la saciedad por las vías antropológica, lingüística y etnográfica en general supone el encasquillarse en una inoperante subjetividad que no hace sino embrollar rutinariamente la cuestión y diferir indefinidamente su correcta resolución.
Por si esto no bastara, el panorama se agrava hasta límites rayanos en lo absurdo con la propensión, no rara por cierto entre algunos estudiosos del tema, de tender alegremente, sin más fundamento que una pretendida semejanza o afinidad, paralelismos con determinados elementos y rasgos de culturas muy alejadas en el espacio y en el tiempo, ajenas con toda seguridad a la canaria, al menos en un sentido de inmediatez. Se puede admitir, por ejemplo, y hasta cierto punto es lógico pensarlo, que existan relaciones culturales con el Egipto predinástico, con la Creta minoica, con lo púnico por supuesto, y en general con cualquiera de los pueblos antiguos del Mediterráneo, e incluso, poniendo las cosas muy difíciles, con ciertas comarcas de la Europa atlántica de la Edad del Bronce, mas por lo general muy desvaídos y siempre a través del tamiz bereber, que ha sido sin duda alguna el que ha configurado en última instancia la civilización guanche.
Como refrendo a la clara cronología del poblamiento de nuestras islas indicada por los precedentes argumentos están las numerosas dataciones radiométricas obtenidas de restos orgánicos aborígenes, las cuales nunca han podido remontarse a fechas anteriores a la Era.
Pero el aspecto de la primitiva cultura canaria que causa verdadera estupefacción por lo paradójico que resulta es el desconocimiento más absoluto de la navegación que reinaba entre los isleños, particular bien comprobado tanto por las unánimes afirmaciones de los cronistas que conocieron de visu a los indígenas y de los que escribieron en años subsiguientes (salvo el discordante y poco creíble testimonio de Torriani) como por la corroboración arqueológica deducible del hallazgo de espinas de pescado pertenecientes a especies de orilla y no pelágicas como tendría que ocurrir de pescarse con barcos. En efecto, ¿cómo explicar que habiendo transmigrado sus ancestros continentales por mar, única vía de acceso posible, para establecerse en un territorio eminentemente marítimo como es un archipiélago, hayan podido perder por completo el uso de sus embarcaciones sin que quedara el menor vestigio de su existencia, transformándose además tan radicalmente de marineros en pastores y labradores? Y siendo esto ya de por sí casi imposible de concebir reduciendo el problema a una sola isla ¿qué pensar cuando son siete y con la agravante de encontrarse a la vista unas de otras? Pues bien, por si todo ello fuera poco y por increíble que pueda parecer, lo normal es leer en obras dedicadas a estos temas que cada una de las islas fue objeto de varias oleadas de población separadas en el tiempo, sin parar mientes ni por un instante el que tal escribe en la absurdidad de semejante proposición.
A todo cuanto antecede habría que sumar todavía que los bereberes preislámicos apenas parecen haber experimentado vocación marinera, si bien esta consideración huelga, ya que el quid de la cuestión reside, tal como se ha puesto de relieve, en la absoluta imposibilidad de que unas gentes marineras puedan perder, en las circunstancias expuestas, la práctica de la navegación.
Todo este cúmulo de razones adversas ha dado pie a algunos autores modernos, si bien con excesivas reservas y prevenciones, para pensar de motu propio en la probabilidad de que los primeros pobladores de las Canarias fueran gentes desconocedoras del arte de navegar traídos a las islas por navegantes de otros pueblos y dejados luego en ellas a su suerte.
Pues resulta que eso es precisamente lo que han venido repitiendo uno tras otro, con algunas variantes en detalles de importancia secundaria, la mayor parte de los cronistas del pasado isleño desde el momento mismo en que los europeos se instalaron en Lanzarote, primera de las islas en ser ocupada. Y no por lo que el hecho pueda tener de lógico y congruente, que ya es mucho, sino sencillamente haciéndose eco de una noticia que tildada de leyenda circulaba desde tiempo inmemorial por las islas relacionada con su poblamiento, la cual en esencia sostenía que los primeros insulares habían sido traídos del norte de África después de haberles sido cortadas las lenguas.
El primer eco de esta noticia se encuentra ya en ‘El Canarien’ o crónica de la conquista francesa de Lanzarote y Fuerteventura, en la que al hablar de la isla de La Gomera manifiesta sobre sus habitantes que “Se dice por aquí que un gran príncipe, por alguna fechoría, los hizo poner allí y les hizo cortar las lenguas”.
Pero es Abreu Galindo su más acérrimo defensor y el que la da con más extensión y pormenores. Dice este autor haber existido en la biblioteca de la catedral de Santa Ana de Las Palmas un grueso tomo "sin principio ni fin, muy estragado" en el cual, en la parte dedicada a los romanos (lo que hace pensar que pudiera tratarse de una historia universal, máxime estando escrito en latín como afirma) decía que en los tiempos en que Roma tenía ocupada la región del noroeste de África con el nombre de Mauritania, entre el nacimiento de Cristo y la evangelización de aquellos territorios, los indígenas se amotinaron contra sus opresores extranjeros logrando librarse de su yugo momentáneamente, pues habiendo enviado al poco tiempo el senado fuerzas de refresco, fueron sometidos de nuevo y luego de matar a los cabecillas de la rebelión y a los combatientes cogieron al común de la gente y metiéndolos en barcos los trasladaron hasta nuestras islas, que estaban entonces deshabitadas, abandonándolas en ellas a su suerte con las lenguas cortadas, dejándoles algunas cabras y ovejas con que pudieran proveer a su sustento.
Otro autor que aporta datos interesantes que complementan en parte a los de Abreu Galindo es el portugués Gaspar Frutuoso, el cual concreta de modo expreso la procedencia montaraz e intracontinental de los deportados y circunscribe la fecha en que el evento ocurrió al reinado del emperador Trajano (98-117), a quien atribuye la orden de ejecución del castigo. Bien es cierto que no cita las fuentes donde bebiera tales informaciones, pero casi se puede asegurar por la extensión y lujo de detalles con que las ofrece que se trata de una fuente escrita.
Desechadas, pues, por infundadas e inconsistentes esas fechas remotas que hasta hace poco tiempo constituían una constante inalterable en la cronología del poblamiento canario, esta noticia, a más de explicar el anautismo guanche de forma racional y coherente, concuerda en términos generales con las conclusiones científicas conexas, no existiendo por contra ningún argumento serio, de la índole que sea, que tenga fuerza probatoria suficiente para invalidarla, por lo que debe adscribírsele una total veracidad y crédito. En consecuencia resulta de todo punto incomprensible y fuera de tono la sistemática preterición en que los estudiosos de la prehistoria canaria la han mantenido, hasta el punto de ignorarla por completo como si se tratara del más intocable de los tabúes, incluso, lo que rebasa todas las cotas de lo imaginable, aunque el autor de que se trate contemple la posibilidad de que los primeros pobladores puedan haber sido transportados por otras gentes navegantes.
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