Por Agustín Pallarés Padilla
Publicado en LANCELOT el 13-VI-1984 con el título de
Descubrimiento de un poblado aborigen.
Durante las correrías que suelo llevar a cabo de vez en cuando por la isla para disfrutar de la naturaleza y ‘desintoxicarme’ un poco del opresivo ambiente urbano, aparte de aprovechar el tiempo en recopilar topónimos y estudiar la flora y la fauna, acostumbro también explorar sus rincones en busca de restos arqueológicos, siendo bastantes, y muy interesantes algunos, los que he podido descubrir hasta ahora no conocidos a nivel oficial.
De esos restos o vestigios que nos han quedado de los humildes habitáculos y demás recintos o construcciones que fueron escenario de las vivencias cotidianas de nuestros venerables antepasados los majos, he ido tomando cuidadosa nota sobre su ubicación y características más destacadas con el propósito de darlos a conocer algún día, cuando el tiempo me lo permita, pensando coadyuvar así a la ampliación de la carta arqueológica de la isla.
Sin embargo, ante la magnitud del hallazgo que tuve la fortuna de realizar hace unos días, he creído conveniente darlo a conocer con la premura que la importancia del caso requiere con objeto de que sea convenientemente protegido por las entidades competentes y estudiado e investigado por personal experto.
Se trata de todo un poblado aborigen, de gran extensión, ya que ocupa una superficie de casi dos kilómetros de longitud por unos cientos de metros de anchura. Su estado o integridad, como es de esperar, es muy ruinoso, quedando su cronología prehispánica perfectamente delatada por los abundantes fragmentos cerámicos de clara factura guanche que se hallan dispersos en superficie.
El número de construcciones, de variadas formas y estructuras, pasa de las cincuenta, viviendas en su mayoría según parece desprenderse de los concheros que tienen a su lado, algunos de gran espesor o potencia, compuestos por los clásicos moluscos de nuestro litoral, tales como lapas, burgaos y ‘canaíllas’ principalmente, entre los que se ven a veces trozos de huesos, presumiblemente de cabra.
Las chozas, con las paredes casi derruidas o apenas aflorando los cimientos en algunos sectores, fueron construidas a base de piedra seca, mal engarzados sus elementos, como era norma bastante generalizada entre los indígenas, sin relleno alguno en la mayor parte de los casos entre ellos, salvo en algunas pocas en que se utilizó el barro para taponar huecos e intersticios.
Algunos de los bloques empleados alcanzan considerable tamaño, aproximándose al rango de ciclópeos, especialmente en ciertas construcciones circulares hechas con una sola hilada de piedras colocadas en posición vertical. En algunas de estas piedras se observan llamativas caras planas, curiosamente geométricas, como si hubieran sido escuadradas artificialmente, pero no parecen notarse señales de labrado, salvo en una de medio metro de espesor cuya cara superior, de un metro cuadrado aproximadamente, ha sido ligeramente excavada o ahondada en figura de escudo, con dos secciones a distinto nivel separadas diagonalmente, pareciéndome que el picado no corresponde a instrumento de metal.
Resulta particularmente enigmática una serie de diecisiete amontonamientos de piedras dispuestos en fila a lo largo de una ladera próxima, a los que no sé qué función atribuirles. Como se hallan contiguos a unas parcelas de tierra cultivables, he pensado si no son consecuencia de la limpieza de piedras de las mismas, pero no se comprende facilmente que se tomaran la molestia de formar montones en aquella ladera improductiva, y mucho menos que los rodearan con una pared, cuando les hubiera sido mucho más cómodo tirar las piedras sin orden. He pensado en túmulos funerarios (¿?). Valdría la pena averiguarlo.
En cuanto a la ubicación de este interesante yacimiento arqueológico, extraña sobremanera la elección de un paraje tan inhóspito y expuesto a los pertinaces vientos alisios para el establecimiento de un poblado, pero la vida de aquella gente primitiva, especialmente en su faceta económica, se regía por baremos y condicionantes muy distintos a los actuales. Seguramente la riqueza en pastos para el ganado, las tierras propias para el cultivo de la cebada, como las citadas y otras cercanas, dispuestas en su mayoría en régimen de ‘bebedero’, y la proximidad de la costa de poniente rica en mariscos y bien surtida de grandes charcos donde podrían poner en práctica sus simplistas técnicas de captura de peces, tendrán mucho que ver como razones que los indujeran a establecerse allí.
El nombre del lugar es La Casilla, aunque algunos me han dicho Las Casillas, en plural, denominación que encuentro más sugestiva por su posible relación con las edificaciones que allí existieron, abarcando el topónimo una larga franja de terreno coincidente con la línea de confluencia de los viejos materiales de principios del Cuaternario expulsados por Montaña Roja y los provenientes del gran volcán de La Atalaya más elevados, escabrosos y recientes, formando en su parte anterior o frente un terraplén o declive pronunciado que en el habla vernácula de la isla recibe el nombre genérico de rostro, de modo que las viviendas quedarían algo protegidas del viento por ese desnivel del terreno.
mas que importante es histórico abra un antes y un después de esta metrópoli guanche
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