viernes, 11 de marzo de 2011

LA PARDELA, LA REINA DE LA AVIFAUNA EN ALEGRANZA


 
Por Agustín Pallarés Padilla
[AGUAYRO, nov.-dic. de 1995]

La pardela cenicienta –Calonectris diomedea aparte de otras sinonimias caídas en desuso– es con mucho el ave más abundante en la islita de Alegranza, pues según opinión de expertos ornitólogos la población de esta especie debe ascender a un mínimo de 8.000 parejas nidificantes en sus 10’5 Km2 de superficie.
Su tamaño es visiblemente inferior al de la gaviota argéntea o común, con la que un observador poco avezado podría confundirla a primera vista, ya que no suele sobrepasar los 125 cm. de envergadura en el macho y los 120 en la hembra, alcanzando un peso máximo de unos 700 y 600 gramos respectivamente en cada sexo. Sus formas son además, en líneas generales, más gráciles que las de la gaviota, y su color sensiblemente más oscuro.
También, como ella, tiene las patas palmeadas, poseyendo un pico más largo y, sobre todo, más ganchudo en la punta. Un carácter que ayuda a facilitar su identificación entre todas las proceláridas que nos visitan es el color manifiestamente amarillento del pico en la mayor parte de su superficie.
En cuanto al plumaje se refiere, los colores predominantes son un pardo fuliginoso más o menos desvaído en las partes superiores del cuerpo –de donde evidentemente debe venirle el nombre común– y un blanco inmaculado en las regiones inferiores, fundiéndose gradualmente ambos colores en las zonas laterales de transición.
La voz de la pardela es muy característica. En la hembra, que es con mucho la más locuaz, consta de una serie de graznidos guturales de entonación entre plañidera y quejumbrosa que podría representarse onomatopeyicamente con un sonoro ‘¡uaña, uaña, uaña uaa!’ que va atenuándose al final en un sosegado ‘aua, aua, aua aaa’, repetido incesantemente en los momentos de mayor excitación. En las noches oscuras, cuando se congregan en los grandes criaderos comunitarios, especialmente en los instalados en espaciosas cavernas volcánicas en que anidan conjuntamente numerosas parejas, el vocerío de las aves sube de tono gritando todas a porfía como si estuvieran enzarzadas en un descomunal altercado callejero de comadres de barrio. La voz del macho, por su parte, destaca de vez en cuando como intentando poner orden en la chillona algarada de las desbocadas féminas, grave y ronca como el gruñido de un cerdo, pero emitida también con una cierta periodicidad rítmica como en el caso de la hembra. En la época del apareamiento no es raro oír a las parejas en lo profundo de sus cubículos intercambiándose rendidas protestas de amor que suelen acabar en un jadeo sofocado
El hueco o recinto donde instalan el nido pasa, en cuanto a forma y espaciosidad se refiere, por todos los grados de diversificación que nuestra accidentada topografía es capaz de ofrecer. Puede encontrarse casi al descubierto, apenas encajado entre un par de pedruscos, bajo un montón de rocas sueltas, en cualquier grieta o covacha de dimensiones adecuadas o en los más recónditos vericuetos de profundas cavernas volcánicas. Cuando no encuentra un hueco que satisfaga sus deseos se contenta con instalarse bajo las ramas de un tupido matorral o arbusto suficientemente grande, llegando incluso, en último extremo, a construirse ellas mismas el nido excavando con ayuda del pico y de las patas una galería subterránea a modo de madriguera de algunos metros de longitud, más o menos tortuosa, en cualquier terraplén de arenisca o pequeña llanada terrosa, madriguera que en Lanzarote recibe el nombre vulgar de ‘tefío’, uno de los escasos guanchismos que aún perviven incrustados en el habla popular de la isla como preciadas gemas lingüísticas de nuestro pasado prehispánico.
En contra de lo que pudieran hacer pensar por sus hábitos de vida eminentemente pelágica, la zona de nidificación de la pardela no queda restringida a la franja de tierra estrictamente costera como pudiera parecer lo lógico dada su contigüidad al medio marino en que desarrolla sus actividades de subsistencia. Este imperativo del proceso reproductor está determinado más que nada por las características geológicas del terreno en la medida en que éste pueda ofrecerles más facilmente las necesarias oquedades en que instalar el nido, llegando en Alegranza en este sentido a cubrir todo el suelo de la isla incluyendo las cotas más elevadas, que corresponden al borde superior del cráter del imponente volcán de La Caldera, que rebasa los 280 m sobre el nivel del mar.
En cuanto al nido propiamente dicho apenas si existe como tal estructura, ya que está constituido todo lo más, por una acumulación de piedras menudas que el ave va reuniendo pacientemente en torno suyo año tras año, con el complemento, si acaso, de algún que otro palito o trocito de leña u otros objetos parecidos.
La pardela llega a nuestras islas de vuelta de su éxodo migratorio (unos cuatro meses) hacia finales de febrero y comienzos de marzo, no tardando mucho en visitar sus criaderos, aunque no efectuará la puesta hasta pasados unos tres meses. Durante dicho periodo de tiempo las aves se dedican, aprovechando las horas nocturnas, a ‘limpiar’ el nido, según expresión que empleaban los pardeleros o cazadores profesionales en su argot particular.
Mientras, por el día, puede vérselas en alta mar evolucionando a ras de las olas con su característico vuelo ladeado mostrando ora el albo color del vientre, ora el oscuro del dorso entre series de rápidos aleteos alternados con momentos, largos a veces, de raudo planeo en afanosa búsqueda del diario sustento, el cual consiste, sobre todo, en calamares y peces pequeños.
El modo que la pardela tiene de tomar tierra cuando viene del mar, cosa que suele hacer al crepúsculo o primeras horas de la noche, es muy curioso. Suele sobrevolar el lugar del nido a muy escasa altura describiendo amplios círculos a su alrededor como si estuviera llevando a cabo un auténtico vuelo de reconocimiento, hasta que luego de repetir la operación un número prudencial de veces se decide a posarse efectuando un aterrizaje más bien brusco en las inmediaciones de la boca del nido o de la gruta en cuyo interior se haya ubicado, llegando posteriormente hasta el mismo más bien arrastrándose que caminando, ya que sus patas no tienen la fuerza suficiente para permitirle levantar el cuerpo y sostenerlo levantado del suelo.
Es tal la debilidad de sus patas que le es sumamente difícil, al no poder mantenerse erguida, alzar el vuelo en piso llano, viéndose obligada, por lo general, para lograr este objetivo, a aprovechar cualquier prominencia o desnivel del terreno desde el que poder lanzarse al aire.
Los primeros huevos pueden ya verse en algunos nidos en los últimos días de mayo. Es único y de considerables dimensiones en proporción a la corpulencia del ave, ya que normalmente alcanza el tamaño de un huevo de gallina de dos yemas. Su color es blanco limpio y su forma muy variable.
No es cierto, como se ha llegado a decir en alguna publicación especializada, que si la pardela pierde este primer huevo no puede poner otro que lo sustituya. Depende del tiempo que haya transcurrido después de puesto. Si se le retira en los dos o tres primeros días de incubación vuelve a poner otro.
Nace el pollo de la pardela tras una incubación que dura unas siete semanas en la que participan alternadamente ambos progenitores. Es ave nidícola, lo cual quiere decir que al hallarse la cría incapacitada para valerse por sí misma ha de permanecer en el nido dependiendo de sus padres hasta que lo deje y pueda buscar el sustento por sus propios medios.
Durante las primeras semanas de su existencia continúan los padres prestándole el calor y amparo que necesita, visitándolo luego sólo para suministrarle el cotidiano alimento, que se lo ofrecen primero semidigerido y después las presas enteras, que suelen consistir en ‘lulas’ o calamares de pequeño tamaño, y ‘majuga’ (alevines variados) y otros pececillos.
A los pocos días de nacida ya es la más delicada y graciosa criatura que uno pueda imaginarse. Con su abundante y largo plumón de color gris impoluto, increiblemente suave y sedoso, parece una auténtica ‘mopa’ o borla viviente. La extrema fragilidad de su cuerpo y la total indefensión en que la dejan sus padres inspiran un irrefrenable sentimiento de ternura y compasión que mueve compulsivamente a acariciarla y protegerla. Y, ciertamente, el pobre animalito está necesitado de estos afectos habida cuenta de la implacable caza a que el hombre lo ha venido sometiendo sistematicamente desde tiempo inmemorial.
Bajo los efectos de la copiosa ceba a que sus padres lo someten aumenta de tamaño a ojos vista, llegando a transformarse al término de unas cuantas semanas de existencia en una masa informe de grasa recubierta de plumón entreverado con los cañones de las plumas que comienzan a brotarle, pudiendo por este tiempo superar en peso a sus propios padres.
En octubre, más bien en la segunda quincena del mes, ya ha alcanzado practicamente el desarrollo y las formas de los adultos y comienza a hacer los primeros ‘pininos’ ejercitando afanosamente las alas durante la noche a la entrada de la hura individual o caverna comunitaria que le ha servido de hogar, al tiempo que espera anhelante el alimento que le han de traer los solícitos padres.
Pero éstos, en las postreras jornadas de la crianza comienzan a restringirle paulatinamente la ración diaria hasta llevarlo a un ayuno total con la finalidad de constreñirlo a abandonar el nido. Por fin, acuciado por el hambre, se decide la pobre ave a vencer la incertidumbre que la embarga y se lanza, impulsada por un ciego instinto, hacia el inmenso océano que la aguarda lleno de sorpresas e incógnitas. En él encontrará la escuela en que desarrollará el duro y largo aprendizaje de la vida, siempre bajo la experta guía y aleccionamiento de los experimentados mayores.
Pocos días después, apenas recuperadas las fuerzas y sosegados los ánimos, la bandada entera, compuesta por jóvenes y adultos entremezclados, se pone en movimiento con rumbo sur perdiéndose en el horizonte infinito.
La caza y subsiguiente comercialización de la pardela, en los tiempos en que estaba permitida, es decir, con anterioridad a la prohibición legal de su práctica, crearon a su alrededor una serie de normas y usos sistematizados que suponen un aspecto enriquecedor más del acervo etnográfico lanzaroteño. Y ha sido en Alegranza, naturalmente, por hallarse en ella los mayores criaderos, con gran diferencia sobre el resto de nuestras islas, de estas proceláridas, donde han alcanzado un más notorio desarrollo y continuismo, a lo que contribuyó también el tratarse de una propiedad privada que permitía un mejor control de estas prácticas cinegéticas.
Los pardeleros, gente ya ducha en el oficio, actuaban bajo el control del medianero o encargado de la isla como representante del propietario de la misma. Llegaban a Alegranza a mediados de septiembre, generalmente el mismo día quince, y empleaban los primeros cinco días en hacer los preparativos necesarios previos a las faenas de captura, como, por ejemplo, la recogida de la leña para hervir el agua en que se habrían de ‘escaldar’ los pichones con objeto de desprenderles el plumón, y la sal de los charcos con que se conservaban, etc.
El día 20 solía comenzarse la caza propiamente dicha, para lo cual tenían dividida la isla convencionalmente en una serie de parcelas que llamaban ‘cortes’, o sea, porciones de terreno, de forma más o menos alargada, a modo de franjas paralelas entre sí, que recorrían a una por día siguiendo un orden de contigüidad. Como la isla quedaba dividida en veintiún ‘cortes’ (exceptuando el terreno del faro expropiado para usufructo del personal del mismo, que quedaba fuera de sus atribuciones), esta primera mano o pasada la terminaban el 10 u 11 de octubre.
Las pardelas capturadas se contaban por ‘líos’, constando cada uno de ellos de veinticinco unidades.
Cada pardelero iba provisto de tres ‘varas’, instrumento de que se valían para extraer el ave del nido, según fuera la profundidad de la covacha en que se hallaba instalado, por lo que una era más corta, de membrillero por ser más ‘amorosa’ o flexible, de poco más de 0’50 m como máximo de largo; otra de almendrero, más rígida, de 2 m o algo más de longitud, y la tercera, de tamaño intermedio, de cualquiera de los dos arbustos citados. Dichas ‘varas’ llevaban un anzuelo en la punta, firmemente atado por la caña, de los del tipo empleado para la pesca de la ‘vieja’, que son redondos y tienen unos 3 cm. de abertura, a los que se les había aplastado la barbilla.
Para coger el ave introducían la ‘vara’ en la cueva, y luego de engancharla, generalmente al tiento, tiraban de ella hasta sacarla al exterior. Una vez fuera la agarraban firmemente por el pescuezo, cerca de la cabeza con objeto de inmovilizársela e impedir que pudiera dar algún picotazo, y acto seguido le daban un mordisco en el cráneo para sacrificarla, sistema este que resultaba más cómodo y expeditivo que utilizar un instrumento contundente o cortante, ya que el cráneo de estas aves cuando jóvenes es muy tierno.
Luego de muertas había que extraerles los alimentos semidigeridos que tenían en el buche, en especial un aceite fino que queda sobrenadando en los cacharros en que se vierte el conjunto de la vomitadora, lo que se conseguía exprimiéndoles el vientre con los dedos pulgares al tiempo que se las sostenía con ambas manos manteniéndoles la cabeza colgando.
El aceite así obtenido es límpido y transparente, y gozaba de una gran estima en los ambientes curanderiles populares como eficaz remedio contra las almorranas, los dolores reumáticos, las ‘bichocas’ o forúnculos, golondrinos y demás abscesos, así como para curar los ‘golpes’ o pequeñas heridas en las bestias. Se podía conservar en botellas durante años, ganando efectividad con el paso del tiempo “porque cogía más fuerza” según se decía.
Otro producto apreciado del pichón de la pardela era la ‘manteca’, que se obtenía derritiendo la grasa que recubre su cuerpo en una gruesa capa, así como la que tiene en la cavidad ventral, denominada ‘sebo’, que era utilizada para freír.
En la primera mano o pasada se cogían las pardelas ‘de vara’, que eran las que no necesitaban de otro recurso que estos artilugios para sacarlas del nido, modalidad que incluía a la mayor parte de ellas. Una vez concluidas en todos los ‘cortes’ esta primera pasada se procedía a efectuar el ‘rebusco’ o segunda mano, en cuya ocasión se cogían las aves que habían quedado atrás por anidar en cuevas tortuosas o muy profundas imposibles de prender con las ‘varas’, o bien por haber pasado inadvertidas o por cualquier otra causa. En esta segunda ocasión o repaso se servían los pardeleros de perros enseñados que apuntaban la presa. Eran por lo general pequeños, de esos comunes de raza indefinida llamados en nuestras islas ‘satos’, cuyo tamaño les permitía a veces introducirse en las madrigueras y sacar a rastras el ave atenazada entre los dientes.
Terminado el ‘rebusco’ se llegaba a la tercera y última de las modalidades de caza, la del ‘aleteo’, consistente en capturar los juveniles en las noches oscuras sin luna agarrándolos simplemente con las manos antes de que pudieran huir cuando salían a la puerta de sus ‘casas’ a esperar a sus padres, que venían a traerles la comida, al tiempo que ejercitaban las alas agitándolas frenéticamente con objeto de prepararse para el vuelo, de donde viene el nombre de ‘aleteo’ que se da a esta modalidad de caza. Para ello se las deslumbraba con la potente luz del ‘mechón’ o ‘jacho’ (vulgarismo por hacho), especie de antorcha formada por un largo recipiente metálico cilíndrico provisto de una gran mecha o ‘torcida’ de tela de saco, que se llenaba de petróleo.
Se solía comenzar a ‘aletiar’ (en dicción popular) hacia el 20 de octubre, prolongándose esta actividad hasta finales de mes por los pardeleros profesionales, momento en que daban por concluida la zafra y regresaban a Lanzarote. Pero en realidad se podía continuar practicando el ‘aleteo’ hasta que las crías abandonaban el nido, cosa que suele ocurrir en los primeros días de noviembre.
La preparación a que se sometía el pollo de la pardela para su expedición y consumo constaba de las siguientes operaciones, llevadas a cabo todas ellas a la orilla del mar, al pie del El Veril, lugar de residencia del medianero de la isla, donde se disponía de amplios charcos de fondo liso en que lavar las aves.
En primer lugar se procedía al desplume. La pluma obtenida, salvo las grandes de la cola (hay que decir que las alas les habían sido ya quitadas en los descansos que hacían durante las faenas de la captura por su casi nulo valor alimenticio, con lo que al propio tiempo se aligeraba la carga de un peso superfluo), se guardaba en sacos, ya que luego se utilizaba para rellenar colchones y almohadas. A continuación se les quitaba el plumón o pelusa que les quedaba cubriendo el cuerpo, para lo cual se sumergían unos instantes en el agua que hervía en unos grandes recipientes confeccionados con medio bidón grande metálico, sobándoles acto seguido el cuerpo hasta dejarles la piel lisa, operación que recibía el nombre de ‘limpiada de caldero’. Luego se lavaban en un charco de suficiente amplitud. Hecho esto se les cercenaba el pico y los dedos con un machete y se les daba un corte largo y profundo a cada lado del vientre, junto a los muslos, con objeto de facilitar la penetración de la sal en estas partes más carnosas, y otro central, longitudinal también, para abrirlas y extraerles las entrañas, empleando para ello unos sólidos cuchillos que eran afilados concienzudamente de vez en cuando en los correspondientes trozos de ‘piedras de amolar’. De igual forma se les abría la cabeza, si bien en los últimos años se optó por quitárselas, ya que al no ser comestibles, además de resultar engorrosas suponían un trabajo inútil.
Llegados a este punto se las lavaba de nuevo cuidadosamente en otro charco de aguas limpias y luego de dejarlas escurrir se procedía a salarlas abundantemente, siendo a continuación colocadas en una habitación, formando con ellas unos montones de figura cilíndrica a los que daban el nombre de ‘pillas’, habitación, por cierto, que, como dato curioso, debo consignar que había sido abierta o labrada en la roca arenisca o toba (‘tosca’ decimos por aquí) de que se compone toda aquella zona litoral.
Así quedaban finalmente dispuestas para el embarque con destino a Lanzarote, que se llevaba a cabo en cestas.