sábado, 30 de abril de 2011

CONSIDERACIONES EN TORNO AL POBLAMIENTO DE NUESTRAS ISLAS


 
Q Por Agustín Pallarés Padilla.
(Presentado en las ‘IV Jornadas de estudios sobre Lanzarote y Fuerteventura).


Los primitivos habitantes de Fuerteventura y Lanzarote, al igual que los de las restantes islas del archipiélago canario, tuvieron un origen norteafricano bereber.
Este origen bereber común se ha fundamentado, de forma inconcusa, en los correspondientes estudios comparativos de índole lingüística, antropológica física y etnográfica en general establecidos entre ambas culturas norteafricana y canaria.
Los más competentes especialistas en estas materias que han dedicado su tiempo y atención a desentrañar la problemática de la prehistoria canaria, están en efecto contestes en reconocer que existe una íntima e innegable relación o afinidad entre el primitivo pueblo de las diversas islas del archipiélago canario de una parte y el bereber preislámico de la otra.
La presente ponencia encierra como finalidad primordial intentar demostrar, mediante la aportación de las correspondientes pruebas científicas y documentales y consiguientes argumentos deductivos, cuándo y en qué condiciones debió producirse el paso de los progenitores continentales de nuestros ancestros los guanches a las islas.
La opinión que había gozado hasta ahora de mayor predicamento entre los estudiosos en este particular aspecto de la prehistoria canaria es que tal evento debió producirse en diferentes etapas u oleadas migratorias que se sucedieron a lo largo de un extenso periodo de tiempo que solía situarse entre unos miles de años a. de C. para la arribada de los primeros contingentes humanos y los siglos iniciales de la era para los últimos.
Tan remota cronología para las primeras oleadas poblatorias se ha argumentado apoyándose en determinados usos y manifestaciones culturales de la primitiva sociedad canaria cuyo aparente arcaísmo ha inducido a asociarlos directamente con el Neolítico. Pero la verdad es que a la vista de los conocimientos más actualizados sobre esta materia, tal razonamiento no resiste una crítica objetiva y ponderada, pues está demostrado fuera de toda duda que esos rasgos o bienes culturales arcaizantes, entre los cuales suelen esgrimirse como más significativos la habitación y enterramiento en cuevas, los vestidos confeccionados con pieles y las llamadas construcciones megalíticas –calificación esta que algunos consideran desmedida– se daban todavía con cierta prodigalidad en tiempos protohistóricos en buena parte del África noroccidental y continuaron dándose hasta bastantes siglos después, rebasada incluso la invasión árabe, en algunos reductos montañosos del Atlas, en tanto que determinados útiles y herramientas líticas, armas de madera y objetos diversos de hueso y espinas, que han podido ser interpretadas también como elementos culturales neolíticos, es de suponer que vendrían impuestos en calidad de sucedáneos de los metales ante la ausencia de estos en el archipiélago.
Se ha argüido además como justificación de un poblamiento al menos doble o realizado en dos etapas bien separadas en el tiempo, la existencia en el archipiélago de sendos tipos humanos bien diferenciados, el cromañoide, considerado como más arcaico, que sería en consecuencia el portador de aquellos elementos culturales tenidos como más antiguos, y el mediterranoide, más moderno, que sería el introductor de los bienes culturales más recientes.
Pero una vez más tal presupuesto carece de base argumental sólida, puesto que ambos tipos raciales convivían en el Magreb por los comienzos de la era compartiendo la misma cultura al igual que continuaron haciéndolo luego en el archipiélago, por lo cual no existe impedimento alguno para que pasaran al archipiélago conjuntamente o de una sola vez.
Otra de las objeciones que se han formulado contra el poblamiento monogénico de las Canarias es la diversificación cultural observada entre las distintas islas en algunos elementos o usos. Da la impresión, en efecto, si consideramos la cantidad de estos elementos no comunes o generales a toda las sociedades isleñas, que no existía demasiada uniformidad en este aspecto, pero sería, no obstante, faltar a las más elemental objetividad negar que todas las islas se hallaban claramente interrelacionadas basicamente en el campo cultural al igual que lo estaban en el antropológico físico y en el lingüístico, fenómeno que sólo puede explicarse admitiendo un origen común. Bien conocida es, por ejemplo, la existencia en algunas de las islas de determinados bienes o rasgos culturales que no han sido encontrados en todas ellas. Tal ocurre, por sólo citar los casos más relevantes de las islas en que tenían mayor implantación, con las ‘queseras’ y la poliandria en Lanzarote; los grabados podomorfos y la institución de las pitonisas, en Fuerteventura; Las pintaderas, los túmulos funerarios, las cuevas pintadas y el derecho de prelibación de la casta privilegiada sobre las recién casadas, en Gran Canaria; el uso de la ‘añepa’ o cetro real y el rito de entronización jurando sobre el hueso de un antepasado, en Tenerife; los grabados de variado trazado curvilíneo a modo de meandros y la cremación de los cadáveres, en La Palma la hospitalidad de lecho en La Gomera, y las casas comunales, en El Hierro. Pues bien, lo verdaderamente definitorio de este fenómeno es que pese a esa falta de generalización archipelágica, en la mayor parte de los casos, si no en todos, los orígenes confluyen en el área cultural bereber norteafricana de los tiempos próximos al inicio de la era, sin que se conozca por el contrario un solo ejemplo, debidamente constatado, en que se pueda demostrar de forma segura otra procedencia, y mucho menos con la necesaria condición de venir acompañado de algún otro elemento o rasgo perteneciente al mismo contexto cultural.
Como explicación a esa diversidad cultural existente entre las islas, y aparte de los posibles errores derivados de la mala interpretación que los primeros cronistas pudieron haber dado a muchas de las noticias que nos transmitieron, podrían aducirse como razones más probables las siguientes: diferencias incorporadas ya en origen ante la posibilidad de que los colonizadores, aunque procedentes de la misma área cultural y llegados al mismo tiempo, estuvieran integrados por grupos de personas pertenecientes a tribus o clanes de distintas localidades con ligeras diferencias de costumbres –recuérdese el doble estilo de inhumación practicado en La Gomera y en Tenerife–; ausencia en algunas islas de determinadas prácticas o actividades sociales por no haber quedado en ellas los especialistas dedicados a las mismas; cambios surgidos en las respectivas islas en virtud de la natural ley de evolución sufrida durante el largo milenio de confinamiento a que estuvieron sometidos y, finalmente, posibles influencias recibidas del exterior en cualquiera de las islas, si bien éstas, por lo que se sabe, no pudieron ser abundantes.
Está claro por lo tanto que no existe razón alguna de peso que invalide en teoría la tesis de un poblamiento único o realizado de una sola vez para todo el archipiélago, situable temporalmente dentro de la era, sin que haya en absoluto necesidad de recurrir a aquellas remotas fechas que hasta hace poco se postulaban para justificar la variedad cultural apreciada entre las islas y la apariencia arcaica de algunos de sus elementos.
No sólo, por lo que llevamos visto, es ello así, sino que, a mayor abundamiento, existen razones de naturaleza etnográfica, prácticamente incuestionables, que obligan a rebajar el poblamiento a una fecha relativamente reciente que debe colocarse cuando menos en época protohistórica o incluso dentro de la romanización del norte de África. Entre estas razones descuellan por su mayor contundencia demostrativa la avulsión dentaria, el rojo funerario y la posición de decúbito lateral flexionado que se hacía adoptar a los cadáveres al enterrarlos.
Se sabe que estos tres ritos socioculturales se practicaron ampliamente en toda el África noroccidental desde por lo menos el Neolítico, llegando hasta la protohistoria los dos primeros y a los tiempos de la ocupación romana de aquellos territorios el otro, momento en que se pasó a la posición de decúbito supino extendido. En Canarias no se conoció la avulsión dentaria ni el coloreado de los huesos de los esqueletos con el almagre a pesar de existir esta sustancia en todas las islas, y sólo se han encontrado casos muy contados de enterramientos en decúbito lateral encogido en contraposición a una gran mayoría en que se adoptó la posición dorsal alargada. Esto demuestra en buena lógica que los pobladores tuvieron que pasar del continente al archipiélago en los últimos estadios de la transición de un estilo de inhumación al otro, o lo que es lo mismo, en pleno periodo de dominación romana de sus territorios.
Pero esto no es todo. Se conocen otros muchos rasgos culturales de los aborígenes canarios, de variada asignación, que según la etnografía comparada son adscribibles a unos límites temporales coincidentes con la cronología tardía que aquí se preconiza. Enumeremos como ejemplos más significativos el de la lingüística en determinados aspectos; la cerámica, que pese a su diversificación tipológica y ornamental se ha catalogado como sincrónica en sus orígenes con la fabricada en el Magreb por los siglos circunvecinos a la era, sin que en ella se observe ninguna otra característica que contradiga esta cronología; la epigrafía en general, es decir, tanto la representada por grabados de exponente simbólico como la referida a los caracteres alfabetiformes; los molinos de mano giratorios, asignables a un sistema de molturación aparecido en el norte de África durante su romanización; y la industria lítica que, aunque pueda resultar paradójico, parece corresponder por su atipismo a un estadio degradado de la técnica más evolucionada que sin duda se conoció con anterioridad en dichos territorios.
Y por si fuera poca la larga serie de argumentos y pruebas hasta aquí aducidos, ya de por sí suficientemente demostrativos, tenemos como colofón sancionador de todos ellos la autorizada prueba del carbono 14, cuya importancia es notoria pese a las deficiencias de que adolece y consecuentes errores a que suele dar lugar. Respecto a este sistema de fechación absoluta me limitaré a recordar que de las múltiples dataciones obtenidas con él hasta el momento, sólo unas pocas han arrojado resultados que se remontan cuando más a algunos decenios antes del comienzo de la era, las cuales, sin duda alguna, dado el abrumador cúmulo de argumentos y razones que en este estudio se presentan acreditativos de una cronología para el poblamiento posterior a la era, deben ser incluidas, necesariamente, en ese margen de errores señalado.
Ante tal estado de cosas, la investigación oficial moderna, venciendo la inercia que ejercían esas viejas y desfasadas teorías propugnadoras de tan remotas cronologías, va optando últimamente por rebajarlas a una fechas mucho más recientes, próximas a la era o incluso rebasada ésta, postura merecedora a todas luces de una aprobación sin reservas por responder a un criterio de mayor ponderación científica al hallarse en clara concordancia con las conclusiones de orden etnohistórico y arqueológico más actualizadas.
Alcanzado este punto expositivo de la cuestión creo llegado el momento indicado de pasar a considerar un aspecto de la misma que a mi juicio juega un papel clave, en estrecha concomitancia con otros condicionantes del problema, en la dilucidación de la incógnita de la faceta cronológica del problema. Me refiero al hecho de discernir cómo aquellos contingentes humanos colonizadores del archipiélago pudieron llegar hasta él desde el continente y qué papel jugó en consecuencia la navegación en este proceso.
A este respecto hay que decir que, según todos los indicios, por aquel entonces las tribus bereberes que ocupaban la franja litoral de esa parte de África no parece que hayan desarrollado actividades marineras apreciables, si es que desarrollaron alguna. Por el contrario, y a tenor de lo que se sabe, más bien vivían de espaldas al mar, dedicándose esencialmente al pastoreo y a la agricultura al igual que lo hacían sus coterráneos de tierra adentro y lo siguieron haciendo luego en las islas sus descendientes.
De todos modos, y no obstante lo adverso de tan negativo panorama náutico, al no existir otra vía de acceso posible que la marítima, algunos investigadores, creyendo darle así solución a tan intrincado problema, han pensado en hipotéticas embarcaciones de rudimentaria estructura que habrían servido de transporte a los transmigrados, presuponiéndose luego, para justificar la total incomunicación en que después quedaron en cada una de las islas por separado, que los tales viajes debieron ser de los calificados ‘de fortuna y sin retorno’, es decir, provocados por circunstancias ajenas a la voluntad de sus protagonistas, meteorológicas lo más probable, que los dejarían a merced de los elementos, arrastrándolos mar adentro hasta terminar por ser arrojados a las costas de cada una de las islas, donde quedarían confinados sin posibilidad alguna de abandonarlas al verse constreñidos a desechar para siempre las embarcaciones por imperativos de las adversas condiciones de vientos y corrientes reinantes en el archipiélago.
Necesario es reconocer que los que así han pensado no han analizado el asunto con la debida reflexión, pues ¿cómo explicar si no las serias incongruencias que tal supuesto encierra? A saber, que unos viajes de tan aleatoria contingencia pudieran ser tantos como para alcanzar todas las islas, ya que en buena lógica habría que admitir que por cada uno que lograra tomar tierra en ellas serían varios los que se perdieran en la vasta inmensidad del océano, así como que se diera la peregrina coincidencia de que en aquel preciso instante se hallaran a bordo no sólo mujeres sino además cabras, ovejas y cerdos.
Otros han pretendido hallarle una solución más expeditiva alegando que los viajes debieron producirse de ‘motu proprio’ y no accidentalmente, aduciendo para el definitivo abandono de los barcos las mismas razones que para el caso precedente.
A tal opinión podría argüirse que no es cierto que se den tan malas condiciones de navegabilidad en las aguas de nuestro archipiélago, y en todo caso no peores que las que ofrecen la costas del vecino continente de donde vinieron, en particular para naves que fueron capaces de atravesar el brazo de mar que separa a ambas tierras.
En cualquier caso la verdad es que todas estas conjeturas y elucubraciones huelgan, puesto que sobre cualquier otra consideración se impone la incontrovertible realidad de que es de todo punto imposible que una colectividad marinera sea capaz de desarraigarse de un uso tan consustancial a su modo de vida como es el uso de sus embarcaciones en un caso como el que nos ocupa. Si en un grupo humano de estas características llegado a una isla solitaria, apartada de toda otra tierra, la consumación de un proceso de desnautización de tal índole resulta ya extremadamente improbable, tal como nos lo muestra en múltiples casos la historia de la colonización de las islas oceánicas, en un archipiélago como el canario, cuyas islas, relativamente pequeñas, se encuentran a la vista unas de otras, y en algunos casos muy próximas entre sí, el fenómeno se torna virtualmente irrealizable. Y por descontado que en el caso objeto de estudio no vale alegar carencia de material con que construir los barcos, ya que tal circunstancia no se daba en nuestras islas.
Resumiendo, que el quid de la cuestión del poblamiento de las Islas Canarias, en cuanto a su explicación se refiere, ha residido siempre en el enigmático hecho de que aquellos advenedizos africanos no trasmitieran a sus descendientes el arte de navegar. Mas todo este impasse se ha creado porque no se ha querido o no se ha podido comprender que es imposible hallarle una solución racional al problema planteándolo en los términos convencionales de suponer que aquellas gentes eran marineros. Pues es obvio que no lo eran ni lo fueron nunca. Así lo evidencia, sin lugar a dudas, el estilo de vida eminentemente pastoril y agrícola que llevaron en todas y cada una de las islas desde el momento mismo en que pusieron pie en tierra.
Efectivamente, en este concreto particular del anautismo guanche, salvedad hecha del discordante, tardío y poco creíble testimonio en contra de Torriani, se muestran unánimes todos lo cronistas antiguos, bien sea mediante declaraciones expresas o de forma implícita, quedando confirmadas las fuentes etnohistóricas con los resultados arqueológicos, ya que en los restos de comida dejados por los indígenas sólo se han encontrado espinas de peces de orilla y no pelágicos o de mar adentro como habría sido lo lógico de haberse dispuesto de embarcaciones.
Llegados a este extremo en la exposición de la problemática del poblamiento canario, una pregunta de rigor se impone: ¿y si no conocían la navegación cómo pudieron entonces llegar a las islas? Pues bien, puesto que tuvo que ser indefectiblemente a través del mar, no cabe sino una respuesta posible, y esa respuesta no puede ser otra que la de que tuvieron que haber sido traídos a bordo de naves pertenecientes a gentes que sí conocían, naturalmente, el arte de navegar.
Lo que desde luego me ha resultado siempre inconcebible es el constatar que una respuesta de lógica tan elemental no haya sido advertida prácticamente por nadie desde el momento en que los conocimientos prehistóricos sobre Canarias permitieron disponer de los suficientes elementos de juicio para discernirla con claridad, sobre todo si complementamos esos conocimientos con la célebre ‘leyenda’ de los africanos deslenguados desterrados al archipiélago por los romanos que registran la mayor parte de los historiadores de Canarias y que tan bien encaja en el entramado de la prehistoria del archipiélago explicando cabalmente la insólita falta de navegación entre aquellas gentes. Jamás he podido comprender tampoco como la investigación oficial moderna ha venido ignorando sistemáticamente tan importante pieza documental del pasado isleño negándole todo valor histórico cuando la realidad es que apenas se la analiza con un mínimo de objetividad se echa de ver enseguida que lejos de tratarse de una vulgar leyenda, como se la suele calificar desdeñosamente, se encuentra uno ante un episodio que tiene todas las trazas de poseer un fondo de veracidad difícilmente negable, ya que encaja a grandes rasgos con las conclusiones de orden científico más actualizadas relativas a la prehistoria de Canarias.
El más importante exponente literario de esta reveladora noticia es sin duda alguna el que nos ha legado el historiador andaluz radicado en Canarias fray Juan de Abreu Galindo, y no tanto por ser quizás el más prolijo en aporte de datos sino, sobre todo y muy especialmente, por tratarse de la transcripción , si bien libre, de un pasaje de un libro que a juzgar por el hecho de su gran tamaño y disponer de una sección dedicada a los romanos, parece haber sido un tratado de historia universal, el cual, según manifestación del franciscano, se encontraba en la biblioteca de la catedral de Las Palmas.
Si el padre Abreu Galindo confiesa haber tenido acceso a dicho libro no cabe poner en duda la existencia del mismo. El respeto a la verdad histórica es una virtud que ningún crítico ha negado jamás a este autor. Es cierto que más de una vez erró en sus apreciaciones y asertos, más tales deficiencias o fallos de información han de ser imputables, única y exclusivamente, a que las fuentes en que bebió se hallaban viciadas ya en origen. Pero a nadie se le ocurriría nunca pensar que este venerable patriarca de las letras isleñas fuera capaz de falsear a sabiendas los acontecimientos o incidencias que historiaba.
Y es ahí, recalco, en el hecho de saberse que este episodio proviene de un texto escrito y no de una simple leyenda oral donde reside el excepcional valor de la noticia galindiana. Hela aquí, tal como la expone en su conocida obra ‘Historia de la conquista de las siete islas de Canaria’, con supresión de aquellas frases y palabras no indispensables para la comprensión de los hechos que narra:

Dejadas alteraciones y opiniones que acerca de la venida de los naturales de estas islas hay, la más verdadera es que los primeros que a estas islas de Canaria vinieron fueron de África, de la provincia llamada Mauritania, de quien estas islas son comarcanas, al tiempo de la gentilidad, después del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. En la librería que la catedral de esta ciudad de Las Palmas tenía estaba un libro grande, sin principio ni fin, muy estragado, en el cual, tratando de los romanos, decía que teniendo Roma sujeta la provincia de África y puestos en ella sus legados y presidios, se rebelaron los africanos y mataron a los legados y a los presidios; y que sabida la nueva de la rebelión en Roma, pretendiendo el senado romano vengar y castigar el delito e injuria cometida, enviaron contra los delincuentes grande y poderoso ejército y tornáronla a sujetar. Y porque el delito cometido no quedase sin castigo tomaron todos los que habían sido caudillos principales de la rebelión y cortáronles las cabezas; y a los demás, que no se les hallaba culpa más de haber seguido al común, les cortaron las lenguas, porque doquiera que aportasen no supiesen referir ni jactarse que en algún tiempo fueron contra el pueblo romano, Y así, cortadas las lenguas, hombres y mujeres e hijos, los metieron en navíos con algún proveimiento y, pasándolos a estas islas, los dejaron con algunas cabras y ovejas para su sustentación. Y así quedaron estos gentiles africanos en estas siete islas, que se hallaron pobladas”.

Está claro, empero, que por muy revelador que pueda parecer a primera vista este texto, nunca tendría por sí mismo suficiente fuerza probatoria si no fuera porque en él concurren dos circunstancias que objetivamente consideradas vienen a sancionarlo como suceso que cuenta con las máximas probabilidades de verosimilitud. Son éstas la ya dicha de encajar a grandes rasgos con el contexto de la prehistoria canaria y la de hallarse apoyado por buen número de testimonios que concuerdan con él en lo básico, plasmados en sendas obras antiguas tras haber sido recogidos por sus autores directa o indirectamente de fuentes escritas a juzgar por lo detallado de la descripción del suceso.
Veamos cuáles son esas relaciones o concordancias que el texto guarda con el conocimiento que se tiene como prácticamente seguro sobre el pueblo guanche de acuerdo a las más autorizadas conclusiones alcanzadas por la investigación oficial.
1. Se acredita en él, de forma taxativa, el origen bereber preislámico de los primitivos canarios al decir que procedían de la provincia ultramarina romana de Mauritania, la cual, como es sabido, correspondía, más o menos, al actual Magreb.
2. Da como momento de la llegada de los pobladores los primeros siglos de la era, ya que manifiesta haberse producido “al tiempo de la gentilidad, después del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, lo que la coloca entre el año 1 y el 313 en que Constantino el Grande instauró el cristianismo como religión oficial en el imperio.
3. Cita como animales domésticos traídos con la gente la cabra y la oveja, los mismos precisamente que poseían los habitantes prehispánicos de nuestras islas aparte del cerdo, según han confirmado sobradamente tanto las fuentes etnohistóricas como la arqueología.
En cuanto a las otras versiones de esta noticia llegadas hasta nuestro conocimiento, su relación, siguiendo el orden cronológico en que fueron apareciendo, y aligeradas también de las frases y palabras no imprescindibles, es la que se da a continuación.

Le Canarien, a principios del siglo XV, refiriéndose a La Gomera: “Se dice por aquí que un gran príncipe, por alguna fechoría, los hizo poner allí y les hizo cortar las lenguas”.

El poeta extremeño Vasco Díaz Tanco, hacia 1530: “Las ya memoradas son siete regiones – que los deslenguados indoctos poblaron – do los sucesores que dellos quedaron – tomaron locuelas de extrañas dicciones; – allí hasta ahora han hecho mansiones – en siete cuadrillas, que más no se vieron; – y aquesta es la causa que no se entendieron – desque los juntaron los centuriones”.

El mercader inglés Thomas Nichols, a mediados del siglo XVI, hablando de Gran Canaria: “Con respecto al origen de esta gente algunos sostienen la opinión de que los romanos que ocupaban África los desterraron aquí, tanto a hombres como a mujeres, habiéndoles sido cortadas las lenguas por blasfemar contra los dioses romanos”.

Fray Alonso de Espinosa, hacia la década de los ochenta del siglo XVI, en su obra sobre Tenerife: “Otros dicen que los guanches descienden de ciertos pueblos de África que se levantaron contra los romanos y mataron al pretor o juez que tenían, y que en castigo del hecho, por no matarlos a todos, les cortaron las lenguas por que en algún tiempo no pudieran decir del levantamiento, y los embarcaron en unas barcas sin remos dejándolos y encomendándolos al mar y a su ventura. Y estos vinieron a estas islas y las poblaron”.

El arquitecto militar italiano Leonardo Torriani, por la misma época: “Otros dicen que mientras los africanos eran súbditos de Roma mataron a los legados romanos; y los romanos, después de castigar a los caudillos de la rebelión, cortaron la lengua a sus seguidores y a las mujeres, y los mandaron a poblar estas islas”.

El portugués Gaspar Frutuoso, por los mismos años que los dos anteriores: “Otros afirman que estas islas de Canaria fueron ya en tiempos de Trajano descubiertas y pobladas por su mandato. El cual, gobernando el imperio y mandando hacer gente de guerra, le fue dicho que había una cierta nación de gente belicosa cerca de su imperio, o que quizás eran súbditos suyos, los cuales, por ser montañeses, peleaban a pie tan esforzadamente que tenidos en su ejército se podría lograr con ellos una gran victoria, pero que recelaban que usaran de su costumbre de echarse atrás aunque fuera en el momento en que los ejércitos están a punto de ser vencidos, por lo que se había causado ya graves daños en otros ejércitos de sus antecesores. Sabido esto por Trajano ordenó a sus capitanes que a todos matasen, reservando vivos sólo a los viejos, las mujeres y los niños, y cortadas las lenguas los trajesen. Traídos ante él los mandó llevar en navíos, dando instrucciones de que entrados en el océano navegaran no muy lejos de la costa de África derechos al sudoeste, y que a ciertos grados hallarían las siete Islas Afortunadas y en ellas dejaran aquella gente sin lenguas, repartiendo en cada isla cierto número de ellos”.

El poeta canario Antonio de Viana, en 1604: “Otros dicen que hubo un tiempo en África – ciertos pueblos rebeldes, que se alzaron – contra el romano imperio y que el castigo – fue, que a los delincuentes y culpados – en la mar desterraron en bajeles – sin velas, jarcias o remos, a su fortuna, – cortándoles un poco de las lenguas – y los índices dedos y pulgares, – porque si se escapasen, – se perdiese – en ellos la memoria del delito; – y que por ser las islas tan cercanas, – a ellas aportaron, donde hicieron – habitación sin tratos ni contratos, – ni letras, con las muchas diferencias – del modo de vivir, lenguas y costumbres”.

Juan Núñez de la Peña, en 1676: “Los que siguen que africanos poblaron estas islas, refieren que los habitantes de ciertos pueblos de África, no queriendo obedecer a los romanos, que los habían sujetado a fuerza de armas a la obediencia del imperio, rebeldes se levantaron contra ellos y mataron al pretor que los gobernaba; y que vueltos a sujetar los delincuentes, por ser tantos, y darles un castigo cruel, les cortaron las puntas de las lenguas, los dedos índices y pulgares, y los hicieron embarcar en unas barcas sin remos ni velas, para que entre las olas pereciesen; y que su fortuna los llevó a dos islas, que de allí distan treinta leguas, poco más o menos, que son Lanzarote y Fuerteventura, en donde hicieron población; y como traían las lenguas cortadas diferenciaron en cada isla de lenguaje, si bien en mucho y en la pronunciación se parecían, y en las costumbres. Estos africanos no tuvieron secta porque fueron muchos años antes que Mahoma sembrase su cizaña, que tan gentiles eran como los de las otras islas”.

Y finalmente Tomás Arias Marín de Cubas, en 1687, refiriéndose en concreto a los gomeros: “El lenguaje es particular al de todas las islas y extraño a todos; hablan con los labios cerrados como si no tuviesen lengua, con que se verifica lo que se dice por fuera que un príncipe o señor, se dice fue romano, porque por no dar adoración a sus dioses, cortándoles las lenguas los echó allí, otros dicen que por un delito contra su señor”.

Las expuestas son, pues, las principales versiones conocidas de este singular evento, siendo evidente que a pesar de las discrepancias y contradicciones que ofrecen entre sí, todas coinciden en lo fundamental y derivan de un mismo hecho. Teniendo en cuenta las normales alteraciones que este episodio histórico habrá sufrido durante el prolongado proceso de transmisión a que estuvo sometido, no digamos ya por vía oral sino incluso por la literaria, no deben sorprender las diferencias observadas entre las distintas variantes, accesorias o secundarias en todo caso, y que no afectan por ende al fondo de la cuestión, tales como si la mutilación que sufrieron en la lengua tuvo por objeto el que no pudieran referir que habían osado plantar cara a sus opresores o si les fue inferida por haber profanado sus deidades; si se les impuso el destierro como castigo por haberse amotinado o por su mal comportamiento como soldados mercenarios; si fueron traídos en las naves hasta las mismas islas o llegaron a ellas por azar luego de ser abandonados a su suerte para que continuaran a la deriva, etc.
Pienso si la explicación a algunas de estas discrepancias no residirá en el hecho de que se haya producido un cruce del suceso canario con otro de similares características ocurrido en distinto lugar. Recuérdense a este respecto las palabras del historiador Alvar García de Santa María, quien hacia 1419, después de manifestar haber hecho algunas averiguaciones sobre el origen de los canarios, escribe que “unos decían que habían sido de los que echó Tito Vespasiano en las barcas cuando conquistó a Jerusalén”. Por cierto que se da la circunstancia de que Vespasiano reinó sólo algunos años antes que Trajano, por lo que la supuesta confusión resulta aún más probable.
Además de la versión de Abreu Galindo, que por las razones expuestas he presentado como exponente básico de la ‘leyenda’ de los deslenguados, es merecedora también de especial atención la del portugués Gaspar Frutuoso, la cual, como es fácil inferir por la pormenorización de los detalles que ofrece, debió ser tomada, al igual que la del fraile andaluz, directamente de una fuente escrita. Su importancia radica en los datos novedosos que aporta, que al encajar teóricamente en la situación de conjunto que los conocimientos relativos a aquella época presentan, se hacen acreedores a una fundada credibilidad. Dichos datos, que vienen a complementar los suministrados por Abreu Galindo, son dos: la atribución de la orden de destierro de los africanos sin lengua al emperador Trajano y el origen montañés de tales gentes.
El primero de los datos parece en principio bastante probable, pues aparte de que por su naturaleza bética es lógico suponer que Trajano tuviera referencias de nuestras islas y sintiera interés por ellas, ya que con toda seguridad eran conocidas desde antiguo por los gaditanos, los años que van desde el 98 al 117 en que reinó aquel emperador se avienen perfectamente con la época que vengo propugnando para el poblamiento. En el segundo de los casos, la naturaleza montana de los desterrados que el autor declara taxativamente, que debe interpretarse como de tierra adentro, colegible además de las dudas que expresa de si residían dentro o fuera del imperio, habida cuenta de que en tiempos de Trajano el limes de aquella provincia norteafricana alcanzaba hasta el corazón del Atlas, también parece estar en principio acorde con la realidad de las conclusiones alcanzadas por la investigación, pues son, como es sabido, numerosas las correlaciones o paralelismos que se han podido tender entre las culturas aborígenes canarias y la de aquella región montañosa africana de comienzos de la era o años próximos.
Con respecto a la incidencia romana en el fenómeno poblatorio de nuestras islas, o al menos de su presencia en ellas, pueden aportarse datos o referencias que la atestiguan de forma fehaciente. Entre los más notorios figuran el hallazgo de ánforas y otros objetos de aquella nación en aguas del archipiélago fechadas por su tipología como pertenecientes a la época en cuestión, y las inscripciones latinas en que se utilizó el alfabeto cursivo pompeyano, aparecidas hasta el momento en Lanzarote y Fuerteventura.
Otros indicios menores de romanización podrían ser, tomados con la debida reserva, los siguientes: el nombre de ROMA que los nativos daban a una casa en la isla de Gran Canaria “desde que los romanos señoreaban todo el mundo” (fray José de Sosa, 1678); unas cuentas vidriadas a las que se ha atribuido un posible origen romano, encontradas en un yacimiento aborigen de Tenerife (E. Serra Ràfols, 1944); ciertos grabados del Barranco de Balos, en Gran Canaria, en los que se ha pretendido ver carros romanos y naves fenicias, que bien pudieran interpretarse como romanas, pues en figuras tan esquematizadas no creo que sea posible distinguir las mínimas diferencias que existían entre ambos tipos de embarcaciones (S. Jiménez Sánchez, 1962, y otros grabados naviformes aparecidos últimamente en fuerteventura, algunos de los cuales podrían también ser identificables con naves romanas (J. Muñoz Amescua, 1989).
Si bien con los datos y argumentos presentados hasta aquí se dispone de elementos de juicio más que suficientes para determinar la correcta solución del problema que plantea el poblamiento primigenio de nuestras islas, quedan no obstante ciertos aspectos accesorios a los que suele oponérseles alguna objeción. Entre ellos cabría invocar el del móvil que pudo haber inducido a los romanos a traer los africanos a las islas; el hecho de que un suceso de tanta trascendencia no haya tenido eco en la historiografía de la época, y el de que los isleños no conservaran memoria de su origen continental africano.
Con respecto al primero de los casos, el del reparo que suele ponerse a esta tesis del poblamiento con bereberes rebeldes traídos por los romanos, por lo injustificado que parece a primera vista el que se hubiera llevado a cabo una operación tan dispendiosa y ardua como simple castigo a unas pobres gentes para ellos semisalvajes, se podría argüir que en el código penal romano existía una ley denominada deportatio in insulam, la cual consistía precisamente en confinar al reo a perpetuidad en una isla desierta, conociéndose referencias históricas que hacen alusión a esta clase de deportaciones masivas en la antigüedad, incluso desde antes por los griegos y los cartagineses. No obstante parece más lógico pensar que la intención al aplicarla en este caso rebasara el nivel de un simple castigo político y el motivo obedeciera a una causa de significado más práctico, como por ejemplo la de justificar el derecho de propiedad sobre las islas una vez pobladas por súbditos del imperio, aunque fueran de carácter circunstancial y forzado, método este que por lo visto ya había tenido sus antecedentes entre los griegos y los cartagineses, como se dijo antes. O mejor aún, para aprovechar a los desterrados como mano de obra para la recolección de determinados productos naturales que gozaban entonces de gran estima por servir de materia prima con que elaborar algunos artículos tintóreos y medicinales, como fue el caso de la orchilla y la sangre de drago. Existen en efecto citas de autores de aquellas lejanas épocas en las que se dice que las naves romanas recalaban de vez en cuando por nuestras islas en demanda de tan preciadas sustancias, si bien hay que reconocer que la base documental en que se apoyan no es suficientemente sólida como para poderlo aceptar con rotundidad.
Sobre la segunda de las objeciones, o sea, la de que ningún historiador contemporáneo de los hechos, o que viviera en años subsiguientes, haga la menor alusión al evento, podría replicarse que ello no es exacto en términos absolutos, pues ya se ha visto cómo Abreu Galindo pudo leerlo en un libro que para desgracia nuestra terminó por perderse, y se ha apuntado la posibilidad, nada improbable dadas las razones expuestas, de que por aquellas mismas fechas hubiera existido alguna otra obra que lo consignara, libros cuya antigüedad desconocemos, si bien el que sirvió de fuente informativa al padre Abreu Galindo es seguro que se remontaba cuando menos a tiempo anterior a la conquista de Gran Canaria, pues el mismo debe identificarse, según todas las trazas, con uno que cita el historiador canario Tomás Arias Marín de Cubas, del que dice: ”El capitán Pedro de Vera, cuando acabó la conquista de Canaria, tuvo cierto libro que le dieron los guadartemes de Gáldar, que fue de los mallorquines, escripto en latín, de a folio, falto de ojas al principio y fin, que tractaba cómo en esta isla predicaron la fe algunos santos, como Blandano, Maclovio y Avito: el cual libro había dado a la catedral”.
En todo caso no habría sido éste el único hecho histórico importante que se haya perdido para la posteridad. Sin duda alguna habrá habido otros que hayan corrido tal suerte. Y para demostrarlo basta con citar los ejemplos del viaje de circunvalación al continente africano llevado a cabo por los fenicios a instancias del faraón Necao; el célebre periplo del cartaginés Hanón; la expedición enviada a las Afortunadas por el rey Juba II de Mauritania, y el episodio de Martín Ruiz de Avendaño en Lanzarote, sucesos que de no haber llegado hasta nuestros días los registros que de ellos hicieron Herodoto, Pomponio Mela, Plinio el Viejo y Abreu Galindo, jamás hubiesen sido conocidos en la actualidad.
Quien sabe si una de esas obra malogradas no fue la de Apiano, historiador que vivió en Roma por los años precisamente en que gobernó el imperio Trajano y sus dos sucesores inmediatos Adriano y Antonino. Su monumental Historia de Roma se componía de veinticuatro libros, en alguno de los cuales se trataba concretamente de las vicisitudes por que pasaron los pueblos de África sometidos por Roma. La mayor parte de esos libros se ha perdido, pero ignoro si entre ellos se encontraría el que nos interesa.
En cuanto a la extrañeza que suele mostrarse ante el hecho de que los aborígenes no recordaran nada de su pasado continental y del modo en que fueron trasladados al archipiélago sus antepasados, habría que convenir, dado el largo milenio transcurrido desde la consumación del destierro hasta la ocupación de las islas por los europeos, que el hecho es perfectamente comprensible, pues debido al carácter ágrafo de los guanches a efectos literarios, el único medio de que disponían para transmitir de generación en generación sus hitos y acontecimientos históricos era el simple conducto oral. Sin embargo pese a estas circunstancias negativas, es lo cierto que se conservaba algún recuerdo confuso y deformado de tales extremos en algunas de las islas. Aparte del caso de La Gomera comentado, en varias otras han recogido diversos autores datos sobre el particular, como la mención de ‘las casas flotantes de blancas alas’, alusión sin duda a las naves en que fueron traídos, y Marín de Cubas habla de que en Gran Canaria se rememoraban todavía los Montes Claros o cordillera del Atlas como la patria de sus ancestros continentales.
También en el norte de África se mantuvo viva la tradición del poblamiento forzado de las islas con gentes de aquellas tierras. Pero lo verdaderamente interesante de la información en que se consigna este valioso dato, suministrada por un autor francés llamado André Thebet, que estuvo en Canarias a bordo de un barco pirata a mediados del siglo XVI, es que en ella se declara expresamente que el poblamiento se efectuó con posterioridad a la venida al archipiélago de la expedición enviada por Juba, en justa concordancia por tanto con las fechas que aquí se preconizan. Oigámoslo: “Existe una tradición en África de que un rey hizo el descubrimiento de estas islas y las pobló. No obstante, el que las descubrió, y que a ellas envió, o que él mismo fue en persona para saber lo que eran, fue un antiguo rey de Fez llamado Juba”.
Precisamente de la obra de Juba II, que se ha perdido por completo, fue extraído por Plinio el Viejo el texto que está considerado por la crítica autorizada como el más antiguo de cuantos hacen referencia de forma inequívoca a nuestro archipiélago, al que denomina, como era costumbre entonces, Islas Afortunadas, de las que hace una sucinta descripción allá por los años iniciales de la era.
Aunque el texto en cuestión no se pronuncie de forma expresa sobre el tema del poblamiento, resulta empero de gran utilidad con miras a establecer cuando menos una fecha ‘post quem’ del mismo por lo que implícitamente puede colegirse de su contenido sobre el particular. Con la excepción de Canaria y Nivaria, que por razones obvias son identificables sin vacilación con Gran Canaria y Tenerife respectivamente, han sido infinitos los intentos de interpretación que se han hecho para identificar el resto de las islas en este documento. Mas sea cual fuere el resultado a que se llegue en este particular, ello no influye prácticamente en el propósito con que traigo a colación el escrito pliniano, que es sólo el de colegir, por lo que en él se dice, si las islas se hallaban entonces habitadas o no. Resulta verdaderamente llamativo el hecho de que no se consigne para nada en el escrito tal condición pese a la indudable importancia que el dato encierra, observándose todo lo más que se pone un cierto énfasis en reseñar, al menos en algunas de las islas, la existencia o no de vestigios de construcciones humanas, y no de edificios completos, incluso, lo cual resulta mucho más revelador, al referirse a Ombrios, que es la primera que se cita, dándose con ello la impresión de que los expedicionarios ya sabían de antemano que no iban a encontrar otra cosa relacionada con la estancia de personas en ellas por hallarse ya al corriente de su despoblamiento.
La impresión que se obtiene, desde luego, tras la lectura del texto, es la de unas tierras totalmente abandonadas a la naturaleza. La plaga de grandes lagartos de Capraria y la muchedumbre de perros en Canaria parecen condiciones incompatibles con la presencia humana a escala de poblamiento generalizado.
Volviendo al dato referente a las construcciones artificiales, que tanto ha servido para polemizar sobre el estado de poblamiento de las islas a causa de la dispar interpretación de que ha sido objeto, considero oportuno hacer las siguientes precisiones: de Ombrios se dice explícitamente que no tenía vestigios de edificios; de Junonia la grande que “solamente” había en ella un templete de piedra seca, lo que excluye la existencia de cualquier otra obra realizada por el hombre; de Junonia la chica y Nivaria ni siquiera se considera necesario mencionar tal extremo, y de Canaria se dice que podían verse en ella “vestigios de edificios”.
Obsérvese, repito, que al referirse a los edificios se emplea siempre, aplicado a los mismos, el término ‘vestigio’. Pues bien, sobre ello hay que aclarar que el significado correcto de esta palabra, tanto en latín, en que Plinio escribió el texto, como en las lenguas que de él lo han tomado, es el de ‘huella, señal o resto que queda de algo preexistente’, pero nunca el de ‘pocas unidades de un conjunto de cosas que fue más abundante con anterioridad’. Por lo tanto lo que los comisionados de Juba encontraron en Canaria no pudo ser otra cosa que ruinas de casas, restos de cimientos seguramente, y no algunas casas completas. Tales ruinas no podían significar, por supuesto, que la isla estuviera habitada, sino que en un pasado más o menos lejano había permanecido en ella durante un cierto tiempo algún grupo de personas, las cuales o bien terminaron por abandonarla o simplemente se extinguieron si se trataba sólo de hombres procedentes de algún naufragio, gente que presumiblemente pertenecería a alguno de los pueblos navegantes de la antigüedad clásica ribereños del Mediterráneo.
Mas es lo cierto que pese a esta relativa claridad de interpretación que el texto ofrece, los prehistoriadotes modernos de Canarias lo han tenido siempre como una prueba más de que las islas se hallaban entonces pobladas. Pienso que esa forzada postura crítica debe obedecer a la apriorística creencia, tenida hasta hace pocos años como axiomática, de que el poblamiento del archipiélago se había producido desde milenios o, cuando menos, siglos antes de Cristo, cosa que, como ha quedado demostrado a lo largo de este estudio, carece totalmente de una base científica seria en que apoyarse.
Otro texto antiguo que parece hacer referencia a algunas de nuestras islas –si bien esto no puede afirmarse tan categóricamente–, que requiere una explicación para llevarlo a sus justos términos por haber sido tomado en ocasiones como prueba de que el poblamiento ya se había producido desde época anterior al nacimiento de Cristo, es el debido a la pluma del historiador Plutarco en que se narran las peripecias por que pasó el general Sartorio en el curso de sus enredos político-militares. Dicho texto ha sido utilizado más de una vez para acreditar tal tesis poblatoria tergiversando dos de sus pasajes que pueden incidir en ese sentido induciendo a error, pues donde debería leerse, de acuerdo a una traducción correcta de la versión latina, “sus producciones son suficientes para sustentar un pueblo ocioso” y “hasta en los pueblos bárbaros existe la opinión de que este es el lugar de los Campos Elíseos”, refiriéndose, por supuesto, a una perspectiva extrainsular en ambos enunciados, se interpreta con manifiesto error que el ‘pueblo ocioso’ y los ‘pueblos bárbaros’ eran los propios habitantes de las islas.
Podrían aportarse aún otros datos y argumentos que reforzarían todavía más la tesis del poblamiento que aquí se propugna, pero creo que con lo dicho es más que suficiente para dejar la cuestión convenientemente clarificada. De modo que como epílogo a todo lo expuesto en su apoyo en este estudio, yo sintetizaría la cuestión en la forma siguiente: los primeros contingentes humanos iniciadores de un poblamiento estable y continuo del archipiélago canario fueron traídos por los romanos en los comienzos de la era cristiana, en calidad de deportados, del África noroccidental bereber, y más concretamente, según los indicios más fiables, de la región montañosa del Atlas, muy probablemente durante el mandato del emperador Trajano, tras haberles sido cortadas las lenguas, seguramente como castigo por haber blasfemado contra sus divinidades.

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