Por Agustín Pallarés Padilla
Desde hace mucho tiempo vengo acariciando la idea de dar a conocer al público lector, por el interés que estos temas suelen despertar, los pequeños ‘tesoros’ que en forma de documentos escritos tuve ocasión de encontrar dentro de botellas durante mi dilatada estancia en la islita de Alegranza.
El detonante que ha puesto en marcha la ejecución de este viejo proyecto ha sido el artículo publicado en este mismo periódico el pasado día 25 de abril por don Manuel González Quevedo bajo el título de Mensajes en botellas. Su lectura me hizo rememorar viejas vivencias de mi feliz estancia en aquella apartada islita, primero durante mi niñez con mis padres y hermanos y luego ya mayor con mi mujer e hijos estando destinado en el faro como lo estuvo mi padre. Allí he pasado años inolvidables entregado a la contemplación de la naturaleza en su estado más integral y puro cuando Alegranza era todavía un pequeño paraíso ecológico y un remanso de paz.
El primero de estos mensajes escritos es el que, pese a ser el más lejano en el tiempo, trae a mi memoria más vívidos recuerdos. Lo encontré cuando tenía sólo doce años de edad en uno de aquellos frecuentes ‘costeos’ que hacíamos mi hermano Antonio y yo recorriendo la orilla del mar en busca de ‘jallos’ o pecios flotantes arrojados a la costa por las olas, especialmente por el lado norte de la isla cuando era azotada por los pertinaces vientos alisios o ‘brisas’ de las Canarias. Fue en el lugar llamado La Juyona, a causa de la gran cantidad de cangrejitos conocidos por los pescadores con el nombre de ‘juyones’ por la rapidez con que huyen al intentar cogerlos, pues son muy apreciados como carnadas en la pesca del rey de nuestros peces de mesa, la vieja.
La emoción que nos embargó cuando nos dimos cuenta de que dentro de la botella, milagrosamente depositada sobre el suelo rocoso de la orilla sin haber sufrido daño alguno después de sortear numerosos escollos y peñascales empujada por el violento oleaje, había un papel en el que se percibía algo escrito fue enorme. Hay que tener en cuenta que ya por entonces teníamos la cabeza llena de exóticas aventuras que bebíamos en las muchas novelas que mi padre poseía. Entre ellas descollaban por su interés para nuestras mentalidades de adolescentes las de Julio Verne, y precisamente en una de ellas, la titulada Los hijos del capitán Grant, en la que se respiraba un ambiente que guardaba a veces algunos puntos de analogía con la clase de vida que llevábamos en la islita, se describía el hallazgo de un mensaje dentro de una botella que había sido extraída del estómago de un tiburón.
Con tan preciado trofeo en nuestro poder el tiempo se nos hizo poco para regresar a casa. Tan pronto llegamos al faro fue instalada la botella sobre una mesa presidida por mi padre con el resto de la familia expectante en torno a ella. Ante la imposibilidad de sacar el papel por el gollete sin causarle un grave deterioro se optó por sacrificar la botella rompiéndola. Afortunadamente el escrito era aún legible, pero estaba humedecido. Por tal motivo, para poderlo manejar con garantías de no causarle algún daño irreparable, hubo que ponerlo a secar sobre un cristal.
Tanto mi padre como mi hermano Manolo –el intelectual de la familia– dictaminaron sin esfuerzo cuál era el idioma en que venía escrito. Se trataba del francés. Incluso, pese a sus conocimientos elementales sobre esta lengua, no les fue difícil interpretar algunas de las palabras clave, dado su estrecho parecido con sus correspondientes españolas. La fecha del lanzamiento, por ejemplo, estaba clara. ¡Había tardado el mensaje en llegar hasta nosotros nada menos que un año y un mes! Tampoco ofrecía dudas el nombre del barco, el Champlain, no sólo por llevar mayúscula inicial sino, sobre todo, por ir precedido de la palabra ‘paquebot’.
Apenas cayó mi padre en la cuenta de este nombre exclamó dubitativo: “Pero, cómo, ¿no es este el barco que hundieron los alemanes hace unos días? Lo oí por la BBC de Londres. Si no era este el nombre se le parecía mucho”, sentenció.
Nos quedamos todos de una pieza sin saber qué decir, con una especie de angustia indefinida reflejada en el rostro. ¡Sería posible que hubieran muerto nuestros nuevos amigos epistolares en el naufragio?
Unas semanas más tarde vimos confirmada en la prensa la noticia del hundimiento del Champlain, aumentándose con ello nuestros negros presagios.
Para poder entender al completo la misiva oceánica nos hicimos en cuanto pudimos con un pequeño diccionario bilingüe. Después de algún esfuerzo y repetidas tentativas conseguimos traducirlo. Su contenido era el siguiente: “Esta botella ha sido lanzada el 3 de mayo de 1939 desde el paquebot Champlain yendo hacia el Havre (entre Nueva York y Plymouth. Todo iba bien a bordo. Saludos a quien tenga la suerte de encontrar esta botella. Enviado por dos grumetes (Bell-Boy) del buque Champlain. E-G y J-M”.
Como puede verse, ni siquiera traía dirección a la que poder enviar la noticia del hallazgo a sus remitentes.
Este fue el germen que hizo nacer en mí la afición por las lenguas extranjeras, lo que me facilitó cuando mayor el ser habilitado de Informador Turístico. Han sido muchas las veces que los clientes de habla francesa me han preguntado dónde había aprendido el idioma, a lo que les respondía que lo había conseguido sin salir de la isla, por mis propios medios, contándoles la influencia que había tenido en su aprendizaje un documento escrito en esta lengua que había encontrado dentro de una botella en una islita casi desierta siendo muchacho, quedando por lo general muy interesados con la singular historia. Hasta que un día, en 1994, unos pocos años antes de retirarme del ejercicio de la profesión de guía, una señora que iba en una de las muchas excursiones que he hecho en guagua con clientes de esta nacionalidad, al oír esta explicación del mensaje de la botella lanzada desde el buque Champlain me prometió indagar sobre la historia del barco. Y cumplió su palabra. Un par de meses más tarde de haberse producido nuestro encuentro en Lanzarote recibí una amable carta en que adjuntaba otra que ella misma había recibido de la Association Havraise des Amis de Paquebots, en la que, entre otras cosas, se daban sobre el Champlain los siguientes datos: Fecha de botadura, 15 de agosto de 1931; medidas, 195 m de eslora, 25 de manga y 9 de calado, con un desplazamiento bruto de 28.124 toneladas. Tenía capacidad para 639 pasajeros de 1ª clase, 317 de 2ª y 134 de 3ª, constando su tripulación de 551 hombres.
Su trágico final fue como sigue: el 12 de junio de 1940 rindió viaje en el puerto francés de Saint Nazaire procedente de Nueva York con algunos pasajeros a bordo y una importante carga de material de guerra. Ya por entonces habían comenzado los bombardeos aéreos alemanes sobre posiciones aliadas. Temiendo las autoridades marítimas francesas que el barco pudiera ser hundido en este puerto por los aviones enemigos y que lo obstruyeran, decidieron trasladarlo a la vecina bahía de La Pallice, a donde llegó el día 16 del mismo mes. La noche siguiente algunos aparatos alemanes sobrevolaron la rada dejando caer en ella varias minas magnéticas. En la mañana del día siguiente, al girar el barco sobre el ancla con la marea hizo explotar la cadena uno de estos ingenios militares ocasionando con ello el hundimiento del barco. Hubo como consecuencia de la terrible explosión once muertos y otros tantos heridos entre los miembros de la tripulación. ¿Se encontraban Bell y Boy entre las víctimas? Nunca lo he podido saber.
Como decía al principio del artículo, este no fue el único mensaje escrito encontrado dentro de una botella en Alegranza durante mi estancia en la islita. Tanto de este como de algunos otros que aún conservo se ofrecen reproducciones en estas mismas páginas. Pero sólo de uno de ellos he logrado obtener respuesta de su expedidor después de escribirle dándole cuenta del hallazgo de su misiva. Fue el firmado por Horst Luessen, un joven alemán que tuvo la amabilidad de enviarme una foto suya, pero que nunca he conocido en persona.
También aparecieron por esa época unas bolsitas de plástico que contenían unas instrucciones en las que se pedía que se diera cuenta del lugar y fecha en que fueran encontradas con objeto de estudiar las corrientes marinas. Aún conservo un hermoso mapa del Atlántico Norte con datos oceánicos de corrientes y profundidades que me mandaron en agradecimiento por la devolución de uno de esos mensajes.
El capítulo de los ‘jallos’ constituyó un sustancioso renglón en la economía de la gente de mar y de los residentes en pueblos próximos a la costa, sobre todo durante la segunda guerra mundial, dada la situación de penuria consiguiente a esta propia contienda añadida a la que se venía arrastrando a causa de la guerra civil española, por la cantidad de objetos de valor aparecidos entonces en las playas de nuestras islas procedentes en especial de barcos hundidos en aquella tremenda conflagración mundial.
Fueron muchos y variados los objetos que arrastrados por la gran corriente del Golfo y los vientos alisios de esta zona del Atlántico terminaron su azaroso periplo varados en las playas de nuestro archipiélago, tan estratégicamente situado a tales efectos. De eso tenemos plena y fehaciente constancia en lo que a la islita de Alegranza concierne cuantos vivimos en ella por esos años. Yo personalmente fui testigo de la aparición en ella de los más variados y curiosos útiles y materiales flotantes. De niños, por ejemplo, cuando el presupuesto de la familia no daba para distraer mucho dinero en juguetes, nunca nos faltaron pelotas de todos los tamaños y colores con que jugar, incluidas las de tenis y ping-pong, lo que nos permitía organizar los más entretenidos torneos entre la chiquillería.
En ocasiones los ‘jallos’ se daban por tandas. De estas recuerdo, entre otras, las de cocos, perfectamente comestibles cuando aparecían así, muchos a la vez. En una ocasión aparecieron bloques de mantequilla en finas cajas de madera, envuelta en papel de estaño. Otras veces fueron bolsas de tela llenas de tapones de botellas de distintas formas y tamaños que por su flotabilidad y blancura se divisaban a veces desde lejos, mar adentro, cuando no el corcho al natural formando pacas de grandes planchas. También alguna que otra barrica de magnífico vino de Madeira. Piezas de madera de muy buena calidad. Hasta una balsa salvavidas pertrechada con alimentos y útiles varios. Por cierto, que traía también unas latas con una sustancia especial que al contacto con el agua del mar desprendía llamas, lo que fue motivo de que habiéndola visto uno de los residentes en la isla de noche cerrada al haberse roto una de las latas se llevara un susto morrocotudo. Y qué decir de las pacas de caucho, de más de cien kilos cada una, que entonces alcanzaban en el mercado clandestino una elevadísima cotización. En una ocasión pasó casi rozando Punta Delgada, donde está el faro, un tronco de dimensiones descomunales, perdiéndose luego en dirección sur. Quiero recordar que luego supimos que había aparecido por la zona de La Caleta de Famara, en Lanzarote. Asimismo fue muy espectacular el caso de las cajas de cigarrillos de variadas y finas marcas extranjeras, procedentes, según se dijo, de una lancha rápida contrabandista, que acosada por un barco oficial, se había visto obligada a arrojarlas al mar, las cuales dejaron la costa apestando a tabaco corrompido durante largo tiempo al haberse roto la mayor parte de ellas por efecto del prolongado remojo a que habían estado expuestas. Pero para mí uno de los ‘jallos’ más originales fue sin duda un bloque de unos 30 kilos de ámbar gris, esa extraña sustancia que excretan los cachalotes que constituyó en siglos pasados un ingrediente de un valor altísimo en la cosmética de aquellos tiempos. Lo encontramos todavía flotando dentro del Jameo Mosegues, el lugar más septentrional de la isla. Tanta fue la importancia que esta materia alcanzó entonces que la impronta de su nombre ha quedado impresa en varios topónimos del archipiélago. Ahí tenemos La Playa del Ámbar en La Graciosa y El Roque del Ámbar en esta isla de Lanzarote, nombres que a nivel popular se han corrompido en Playa Lambra y Roque Lama.
Hola,
ResponderEliminar¡Fabulosa historia! Mi madre y mis abuelos fueron refugiados republicanos en México. En abril de 1939 emigraron de Le Havre a Nueva York a bordo del Champlain. Seguramente conocieron a Bell y a Boy :-)
Saludos,
Rodrigo Pumarejo
Me consta que el Champlain viajó de St Nazaire a New York en mayo de 1939. Viajaban en él exiliados republicanos catalanes y nada menos que Vladímir Nabókov. ¿Cuales son tus parientes, Rodrigo?
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